Sobre El Parnasillo
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De entre todas las colaboraciones entre Woody Allen y Diane Keaton, iniciadas en 1972 con ‘Sueños de seductor’, quizá la más intimista sea ‘Annie Hall’, una obra que se nutre de la vida de ambos cuando mantenían una fecunda relación afectiva y artística. El límite entre ficción y realidad es aquí tan difuso como en una autobiografía novelada y metatextual de Vladimir Nabokov. No en vano, la pareja protagonista se conoce durante un partido de tenis, una de las grandes aficiones del autor de ‘¡Mira los arlequines!’, y motivo central de ‘Match Point’, la última película del director norteamericano.
Woody Allen concibió el personaje
de Annie Hall como un trasunto de su compañera sentimental.
Baste señalar que el apellido original de Diane Keaton
es Hall, y que “Annie” es un apodo cariñoso
con que le conocen sus más allegados. Asimismo, antes
de ser actriz Diane Keaton trabajó en nightclubs como
cantante, al igual que ocurre en la película.
En un juego paródico, el personaje interpretado por
Allen se llama Alvy Singer,
como si emulara uno de esos ingeniosos anagramas tan característicos
de Nabokov.
‘Annie Hall’ tuvo tanto éxito en el momento de su estreno que se convirtió en un fenómeno de masas. Diane Keaton trasladó a su personaje su propia indumentaria, creando moda. De este modo, el chaleco, la corbata, los pantalones holgados y el sombrero fedora pasaron a exponerse en los escaparates de las tiendas más chic de la Fifth Avenue. Con esos atavíos parecía la reencarnación de George Sand, un carácter temperamental e independiente que asombró a la sociedad parisina con su porte varonil. No obstante, si su ejemplo fue imitado por las mujeres de hoy en día no quiero ni pensar en la cantidad de infracciones de tráfico que se cometerían y en los carnés por puntos que se retirarían. La DGT tendría mucho trabajo.
El oscarizado guión de ‘Annie Hall’ lo escribieron al alimón Woody Allen y Marshall Brickman, con quien ya había colaborado cuatro años antes en ‘El Dormilón’, y con quien volvería a repetir en ‘Manhattan’, prolongando una década gloriosa.
Es curioso observar cómo por
‘Annie Hall’ desfila una serie de actores que
años más tarde se darían a conocer al
gran público. El
espectador avezado puede ver los cameos de Christopher Walken
y Shelley Duvall, que parecen salidos de ‘La zona muerta’
y de ‘El Resplandor’, respectivamente; de Jeff
Goldblum –otro que saltaría al estrellato gracias
a David Cronenberg en ‘La Mosca’– e incluso
del músico Paul Simon, compañero inseparable
de Art Garfunkel.
Con todo, el punto fuerte de ‘Annie Hall’ reside en su complejidad narrativa y en su experimentación formal, donde autor explícito y narrador implícito se asocian y disocian como en un juego de espejos. En medio de una sucesión de analepsis y digresiones, no faltan las interpelaciones al espectador, la split screen como contraste de situaciones cómicas, la intromisión de los personajes como convidados de piedra de episodios pasados de sus vidas, los dibujos animados o los subtítulos como ocurrente representación de su voz interior.
Es imposible reprimir una sonrisa al presenciar el fatuo y presuntuoso diálogo que mantienen Alvy y Annie en la azotea de la casa de ésta, mientras los subtítulos nos adentran en sus verdaderos pensamientos, tan alejados de la pose de seguridad que afectan para intentar impresionar a su interlocutor.
No menos disparatada es la secuencia
de la cola del cine, en la que Alvy no puede soportar la pedantería
de un profesor de universidad que divaga sobre Fellini y Marshall
McLuhan, reprochándole su ignorancia y solicitando
la intervención del reputado ideólogo
de los medios de comunicación de masas para elucidar
la cuestión y, ya de paso, humillarle en presencia
de su novia.
En su incesante búsqueda de la felicidad, Alvy pregunta a unos transeúntes si son dichosos y cómo lo hacen para serlo, sacando por conclusión que la fórmula de la felicidad radica en ser simple y no hacerse preguntas. A menor grado de consciencia, mayor cota de felicidad. También vislumbra que asociar el amor con la felicidad es la mejor manera de ser infortunado, aunque, como resume al final de la película con el chiste de la gallina y los huevos, vale la pena amar a pesar de las penas y de los sinsabores que ello produce. Las relaciones sentimentales son caóticas e incontrolables, de ahí la necesidad de autoengañarse.
‘Annie Hall’ ofrece varias lecturas en clave mitológica. Alvy comienza siendo Pigmalión en cuando intenta moldear a la ingenua Annie a su imagen y semejanza, pero al final termina por convertirse en Medea, cuando ella le abandona y él se muere de celos. Por si fuera poco, se va a vivir a Los Ángeles, la ciudad opuesta a su adorada Nueva York.
La naturaleza dubitativa del narrador, que queda patente desde el momento en que mira a cámara para hacernos partícipes de sus confidencias más íntimas, también emparienta al autor con la corriente posmoderna y vanguardista de la cual Nabokov fue uno de sus más insignes representantes. Como es bien sabido, la aporía es uno de los recursos más utilizados por Woody Allen cuando se reserva un papel en sus propias películas.
También lo es la anagnórisis, pues tan pronto como le vemos en pantalla tenemos la certeza de que, más allá de que su nombre cambie, el personaje ya nos es conocido. Invariablemente, se llame Isaac Davis o Alvy Singer, nos encontramos ante un hombre inseguro con innumerables fobias y parafilias, al que consideramos indefectiblemente el alter ego de Allen, por más que él no se haya cansado de desmentirlo. En última instancia, es una caricatura o arquetipo con el que, en mayor o menor grado, todos nos sentimos identificados, debido a esa fragilidad que a todos nos toca de cerca, y a esas experiencias vitales que todos hemos vivido en nuestras propias carnes. Por lo tanto, uno de los indudables méritos de Woody Allen es haber creado un personaje universal.
El título previsto inicialmente para ‘Annie Hall’ iba a ser ‘Anhedonia’, una enfermedad que incapacita a quien la padece para sentir placer o alegría. Esto es precisamente lo que le pasa a Alvy Singer, un neoyorquino tan apegado a su ciudad que vive replegado sobre sí mismo, “como una isla, como Manhattan”.
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Óscar Bartolomé