Sobre El Parnasillo

En el mundo del cine, cuando se piensa en aquellos proyectos acariciados durante largo tiempo que nunca llegaron a tomar cuerpo de película, se hace obligado detenerse en ‘Napoleón’, la que tenía visos de convertirse en la opera magna de Stanley Kubrick. Después del arrollador éxito obtenido a todos los niveles con ‘2001: Una odisea del espacio’, título que le catapultó a la categoría de genio, el visionario cineasta neoyorquino se planteó un tour de force sólo apto para mentes ambiciosas y atrevidas: llevar al cine la vida de Napoleón Bonaparte, amo y señor de Europa durante los quince primeros años del siglo XIX. Kubrick siempre había sido un acérrimo admirador del estratega corso, cuya personalidad tanto se parecía a la suya. Su devoción por él llegaba al extremo de reproducir algunas de sus costumbres, como comer el postre en mitad de los platos. Dentro de sus respectivos campos, ambos destacaron por un ansia desmedida de poder y por un control absoluto de todas y cada una de las facetas de las actividades que emprendían. Asimismo, compartían una visión antropocéntrica y pesimista del mundo, una avidez insaciable de información y un carácter netamente competitivo que les granjeó tanta envidia como animadversión entre sus coetáneos. Aun habiendo nacido en diferentes épocas, ambos fueron hijos del Siglo de las Luces y del Despotismo Ilustrado. Por si esto fuera poco, a los dos les encantaba el ajedrez, juego en el que alcanzaron la distinción de maestros, y del que han quedado para la posteridad partidas inolvidables como aquélla que enfrentó al Emperador con el Turco, un autómata diseñado por el ingeniero húngaro Wolfgang von Kempelen bajo cuya maquinaria se escondía el célebre campeón austriaco Johann Allgaier. En aquella mítica exhibición celebrada en 1809 en el palacio de Schönbrunn, se cuenta que, al ser derrotado tres veces consecutivas, un iracundo Napoleón arrojó el tablero al suelo de un manotazo. Que los ganadores natos no saben perder es un hecho demostrado.
Además de la fascinación
que ejercía sobre él la figura histórica
del conquistador nacido en Ajaccio, Kubrick adoraba el clásico
de Abel Gance, ‘Napoleón’,
rodada en 1927. Así
pues, en el año 68, con la corona de laurel blasonando
su efigie, comenzó un arduo y exhaustivo trabajo de
documentación para el que consultó toda la bibliografía
existente y se entrevistó con los mejores historiadores
sobre el tema. Su caudal de conocimientos fue tal que uno
de sus colaboradores, el director de fotografía John
Alcott, llegó a decir que sabía dónde
había pasado Napoleón cada día de su
vida. Se buscaron localizaciones, se pensó en Jack
Nicholson y en Al Pacino para el papel protagonista e incluso
se escribió el guión, pero finalmente Kubrick
se vio obligado a renunciar a causa del estrepitoso fracaso
de ‘Waterloo’, estrenada por esas fechas, y de
la quiebra de la Metro Goldwyn Mayer, productora para la que
trabajaba por aquel entonces. Su intención primigenia
era que la película tuviera veinte horas de duración,
para lo que incluso consideró la posibilidad de convertirla
en una serie para televisión. Como le pasara a Erich
von Stroheim con ‘Avaricia’, las altas
metas que se marcó fueron a la postre el detonante
de su adiós.
Sin embargo, este ímprobo trabajo
no fue baldío. Mientras rodaba ‘La
naranja mecánica’, el que fuera fotógrafo
de la revista Look ya pensaba en su próxima película,
que necesariamente iba a estar ambientada en la época
napoleónica. En esta coyuntura cayó en sus manos
‘La feria de las vanidades’ (Vanity
Fair), la novela más celebrada del escritor satírico
británico William Makepeace
Thackeray. Su deseo inicial de adaptarla se truncó
muy pronto al comprobar que había sido llevada al cine
en varias ocasiones, siendo la más conocida de ellas
la filmada por Rouben Mamoulian en 1935 bajo el título
‘Becky Sharp’, nombre que se corresponde con el
de la protagonista, interpretada a la sazón por Miriam
Hopkins. A este inconveniente se sumaba la dificultad de comprimir
en unas pocas horas una novela tan voluminosa. Ante esta perspectiva,
Kubrick se decidió por otra novela más modesta
del mismo autor: 'Memorias y aventuras de Barry Lyndon',
que salió de la imprenta en 1856 pero que apenas fue
reeditada durante el siglo siguiente.
‘Barry Lyndon’, título que finalmente adoptó la película, narra el ascenso y la caída de un joven irlandés de origen humilde, durante cuyas andanzas vemos cómo renuncia al espíritu romántico e idealista de sus años de juventud en pro del cinismo despiadado del adulto que quiere medrar en sociedad aun a costa de perder sus valores en el intento. La película está dividida en dos capítulos con epígrafes harto significativos: “De cómo Redmond Barry adquirió el renombre y título de Barry Lyndon” y “Donde se narran los infortunios y desastres que acaecieron a Barry Lyndon”. Además hay un intermedio y un epílogo, donde se lee: “Fue durante el reinado de Jorge III que los personajes mencionados vivieron y altercaron. Buenos o malos, hermosos o feos, ricos o pobres, todos son ahora iguales”. Este rótulo final se apresta al lenguaje del cine mudo, con el que, como explicaré más adelante, ‘Barry Lyndon’ tiene un lazo de parentesco. También es un epitafio que refleja la visión pesimista y desencantada que Kubrick tenía de la condición humana, aunque la posdata fuera extraída de la novela. Quizás el detalle más revelador sobre su inconsolable pesimismo fuera la carroza tirada por ovejas en la que Bryan salta y juega durante la celebración de su octavo cumpleaños, y que días más tarde transporta su cuerpo rígido y yerto durante su sepelio. Con esto nos da a entender lo poco que separa la alegría del llanto, la vida de la muerte, el brocado de la mortaja.
Varias son las diferencias que presenta
la película con relación a la novela. El cambio
más visible que introdujo el director de ‘Senderos
de gloria’ fue la sustitución de la
primera persona en que está narrado el libro por la
tercera. Esto obedecía a que en el cine es difícil
contar hechos reales deformados por la subjetividad del protagonista
sin caer en la comedia, algo que quería evitar a toda
costa. A tal fin recurrió a un narrador extradiegético
y omnisciente que se compadece de los personajes con un acento
marcadamente socarrón, y que muestra las pequeñas
ruindades de todos los seres que desfilan como en una mascarada
por ese vasto tableau vivant
que es ‘Barry Lyndon’.
Ante un narrador-demiurgo de esas características, se hace inevitable pensar en Max Ophüls, cineasta al que Kubrick apreciaba por encima de todos, y en películas como ‘La ronda’ o ‘El placer’, que hicieron de él uno de los realizadores más interesantes de los años cincuenta. Lo que hace especial a este narrador, no obstante, es que anuncia con antelación los acontecimientos que van a suceder, luctuosos en su mayor parte. Ésta era una buena manera de reducir el papel preponderante del Deus ex Machina, que se observa especialmente en secuencias como la de los dos oficiales británicos homosexuales que se bañan en el lago, concebida como una excusa (jocosa, eso sí) para que Redmond deserte de sus filas. Es lo que Hitchcock conocía con el nombre de McGuffin: un pretexto para que se desencadene la acción. Este modelo de narrador irónico y moralista alcanzó su apogeo en los cuentos filosóficos de Voltaire. No en vano, en ‘Barry Lyndon’ se atisba un lejano resplandor de ‘Cándido’, su obra más representativa. Al igual que Cándido tras ser expulsado del castillo de Thunder-ten-tronck, Redmond abandona su Irlanda natal henchido de ese optimismo leibniziano que en el cuento propugna el doctor Pangloss, y en virtud del cual “el mundo es el mejor de los posibles”. Sin embargo, tan pronto como descubre las penurias que le esperan empieza a cuestionarse sus honestos principios juveniles, convirtiéndose a la postre en un advenedizo sin escrúpulos.
La anticipación de los sucesos
que vamos a ver en pantalla imprime a la voz en off de un
cariz premonitorio, deviniendo en una Providencia inmisericorde.
Este fatum agudiza la tragedia
más de lo que podría hacerlo el suspense tradicional
basado en el qué sucederá. En ‘Barry Lyndon’,
por el contrario, lo significativo es cómo sucederá
lo que se nos adelanta. En este sentido, conmociona enterarse
de la muerte del pequeño Bryan antes de que acontezca,
cuando el narrador sentencia su destino mientras juega a croquet
con su padre: “Estaba escrito
que no dejaría tras de sí a nadie de su sangre
y que acabaría su vida pobre, solo y sin hijos”.
Curiosamente, la muerte en accidente del imprudente y malcriado
jovencito mientras trata de domar el caballo que iba a ser
su regalo es el único flashback de toda la película.
En opinión de Kubrick, un hecho tan relevante exigía
ser mostrado y resaltado, como demuestra el uso de la cámara
lenta y la reverberación del relinche del equino.
La voz neutra, desprovista de todo conato de sentimentalismo hacia los personajes que deambulan por la historia, consigue que el espectador se distancie, si bien es ineluctable establecer un lazo de simpatía con el protagonista, tanto por su ingenuidad inicial como por su flaqueza posterior. Es el mismo mecanismo de identificación-distanciamiento que ya empleó el director en ‘La naranja mecánica’ con Alex De Large, víctima y verdugo de sus propias fechorías. En la copia estrenada en España la voz del narrador era la de José Luis López Vázquez, el actor de doblaje elegido por Carlos Saura a petición del mismo Kubrick, que, como bien es sabido, controlaba detalles en principio irrelevantes como el doblaje y la exhibición de sus películas.
Otro cambio destacable que introduce
el filme es la inclusión del duelo en el que pierde
la vida el padre de Redmond Barry, secuencia que, además,
sirve de prólogo. En la novela, su progenitor moría
por causas naturales, pero a Kubrick le interesaba abrir y
cerrar la película con un desafío, para crear
de este modo una simetría que preservara el equilibrio
de la pintura neoclásica. Así pues, también
el duelo final entre Barry y su hijastro Lord Bullingdon en
el palomar –una de las secuencias más brillantes
de la película– fue un añadido. La pérdida
del padre en el duelo, además de acentuar la fatalidad
que persigue al protagonista desde su nacimiento, también
le empuja a buscar esa figura paterna ausente desde su infancia
en otros hombres que le abren el corazón y que se convierten
en sus protectores, como el capitán Grogan y el Chevalier
de Balibari.
La otra diferencia digna de mención atañe al carácter del protagonista. En la novela de Thackeray, Redmond es más frío y cruel. Kubrick, consciente de que no quería crear un belitre, sino un antihéroe con fugaces accesos de nobleza y con vicios mezquinos y mundanos, optó por humanizarlo. De esta manera, el espectador se mueve entre la compasión y el rechazo.
Si por algo se conoce ‘Barry
Lyndon’ es por su brillante ambientación del
siglo XVIII y por las novedosas técnicas que su director
empleó para hacer verosímil, al tiempo que preciosista,
la recreación de la época, trazando así
un paisaje de una belleza nunca antes vista. En este sentido,
la iluminación jugó un papel determinante. Kubrick
optó por prescindir de los focos y filmar a la luz
de las velas y con luz natural procedente de las ventanas,
ayudándose
en algunos planos de una tenue iluminación de apoyo
ubicada en el techo. Desde el principio tenía muy claro
lo que quería, como confesó en una entrevista
concedida a Michel Ciment:
La
iluminación de las películas históricas
siempre me pareció muy falsa. Una habitación
completamente iluminada con velas es muy bonito y completamente
diferente a lo que se está acostumbrado a ver en el
cine.
Puede que al decir esto pensara en ‘Tom Jones’, la adaptación de la novela homónima de Henry Fielding filmada en 1963 por la punta de lanza del free cinema, Tony Richardson, una película tan galardonada como sobrevalorada.
Puesto que en el cine no se usaban objetivos lo bastante sensibles como para rodar en estas condiciones de escasa iluminación, pidió a la NASA una lente Zeiss 50mm, F0.7, que había sobrado de un partida destinada al Programa Apolo. La buena relación que mantenía el cineasta del Bronx con la Agencia Espacial es de sobra conocida; tanto que hay quien especula que si la llegada del hombre a la Luna fue un montaje, Kubrick fue su autor. Sin embargo, esta hipótesis parece poco probable teniendo en cuenta lo meticuloso que era y lo inexplicable que en tal caso resultarían gazapos como el de la bandera que se ondea y las sombras proyectadas sobre el suelo selenita. Sea como fuere, este objetivo Zeiss de gran apertura del diafragma lo acopló a la cámara Mitchell que había adquirido durante el rodaje de ‘La naranja mecánica’, tardando tres meses en ponerla a punto. Aun así, la espera mereció la pena y el resultado fue de una belleza incomparable: la luz natural envolvía a los personajes en un halo celestial, muy parecido al que consiguió Murnau en ‘Fausto’. La contrapartida de esta lente era que reducía la profundidad de campo, motivo por el cual los actores estaban limitados en sus movimientos. No obstante, este hieratismo, que podría ser una rémora en cualquier otra circunstancia, tuvo el efecto benéfico e inesperado de acrecentar la sensación de indolencia y hastío que el director quería reflejar. Para las escenas de día y los exteriores usó la Arriflex, su cámara de toda la vida.
Casi tan importante como la iluminación
fue el lenguaje cinematográfico elegido para articular
la película. Haciendo caso omiso del rechazo generalizado
que suscita el zoom entre el grueso de los directores, Kubrick
hizo de él su máxima expresión artística.
La deformación de la perspectiva y el aplanamiento
de la imagen que lleva aparejado el zoom fueron sus mejores
aliados para sugerir la bidimensionalidad propia de un cuadro,
pues ‘Barry Lyndon’ es, por su apariencia externa,
una galería de arte animada. Por otra parte, el zoom
out y, en menor medida, el zoom in le permitieron profundizar
en la composición pictórica partiendo de un
grupo de personajes y finalizando en una estampa de gran colorido
y viveza. Asimismo, le facilitaron considerablemente el montaje.
Por su suavidad y lentitud, el zoom se descubrió como
un método inmejorable para la transición entre
planos. Así lo expresó John Alcott, el oscarizado
director de fotografía:
Cada
toma es un cuadro en sí, y no, como es frecuente, un
medio para ir de un punto del espacio a otro. Así,
cada plano es una composición, como el zoom que parte
de la pistola durante el duelo al borde del agua. El zoom
evitaba también recurrir demasiado al montaje y contribuía
a la suavidad, a la fluidez del conjunto.
Aunque en ‘Barry Lyndon’ el zoom cobró una importancia inusitada, Kubrick ya lo había usado antes, también con excelentes resultados, en ‘La naranja mecánica’.
Aunque la mayoría de los movimientos
de cámara son pausados, como ese travelling que sigue
a Redmond y a Lady Lyndon mientras pasean por entre los setos
del parterre belga y que termina en un encuadre perfecto de
la plaza del balneario, Kubrick se permitió usar la
cámara al hombro en dos ocasiones.
La más vistosa de ellas es la de la pelea del protagonista
con un fornido y fanfarrón soldado británico,
cuando combaten flanqueados por sus compañeros en un
ring improvisado. En esta secuencia se aprecia la afición
de Kubrick por el boxeo, deporte que estuvo muy presente en
sus inicios, tanto en la escena de los maniquíes de
‘El beso del asesino’ como en
su cortometraje ‘Day of the fight’.
La otra ocasión en que utiliza la cámara en
mano es en la paliza que le propina Barry a Lord Bullingdon
después de que éste le dejara en evidencia ante
sus invitados.
Por su aportación a la técnica cinematográfica, el director neoyorquino merece un puesto de honor junto a pioneros como Griffith, inventor del montaje en paralelo, o Murnau, quien para el rodaje de ‘El último’ pidió a Karl Freund una cámara móvil y con ella se aproximó a lo que luego sería la steadycam.
La subordinación del zoom a la evocación pictórica es total. La obsesión de Kubrick por lograr una ambientación impecable hizo que desgastara todos los manuales de arte del siglo XVIII que tuvo a su alcance. Mandó diseñar el vestuario copiando los trajes que se ven en los cuadros de la época. En su minuciosidad, incluso estudió e hizo réplicas de los cepillos de dientes y de los profilácticos que se usaban entonces. También compró una remesa de velas hechas con cera de abeja a imitación de las que se empleaban hace más de doscientos años. Así las cosas, tardó un año de preparación antes de empezar el rodaje.
Para ambientar ‘Barry Lyndon’ Kubrick se inspiró fundamentalmente en la pintura neoclásica, trasladando sus cánones –simetría, orden y belleza– al celuloide. Tomó como punto de partida a los retratistas y paisajistas ingleses del siglo XVIII, con Thomas Gainsborough y John Constable a la cabeza. Observando retratos como el de ‘Edward Richard Gardiner’ o el de ‘Sophia Charlotte, Lady Sheffield’, pintados con maestría por Gainsborough, se hace patente la analogía de los cuadros con los alquitarados fotogramas de la película. Otro tanto se puede decir de los excelentes paisajes dibujados por Constable, tales como ‘Hampstead Heath’ o ‘Golding Constable’s flower garden’, cuyo parecido con el filme es asombroso. El cielo de los cuadros, con sus graciosas nubes arremolinándose en un conjunto de figuras armónicas, y los prados y bosques con olor a conífera, fueron absorbidos por la cámara Kubrick en una fotosíntesis imposible.
No obstante, las influencias pictóricas de ‘Barry Lyndon’ van mucho más lejos. Se puede citar a sir Joshua Reynolds, con retratos como el de ‘Miss Elizabeth Ingram’; Joseph Wright of Derby, un apasionado de los efectos luminosos que luego recogería la cámara de Kubrick; Antoine Watteau, por la elegancia de sus pinceladas; Stubbs, por el vestuario de caza; Chadowiecki, pintor polaco por el que tanto Kubrick como Kem Adam (el director artístico) tenían predilección; Hogarth; y muchos otros. Asimismo, para la iluminación de los planos interiores se basó en los cuadros barrocos de los maestros holandeses: Jan Vermeer para la luz y Rembrandt para el claroscuro.
Con eso y con todo, la pasión
de Kubrick por la pintura dieciochesca no era nueva. En ‘Lolita’,
el profesor Quilty (Peter Sellers)
moría acribillado a balazos junto a un retrato pintado
a lo Gainsborough, lo que podría tomarse como un anticipo
digno del macabro narrador de ‘Barry Lyndon’.
En esa misma secuencia también se hacía un guiño
a ‘Espartaco’, rodada
dos años antes. En la misma línea, en una escena
de la película se menciona un cuadro llamado ‘La
adoración de los Reyes Magos’, atribuido al pintor
italiano Ludovico Cordi, nombre que ya empleó en ‘La
naranja mecánica’ para designar al abrasivo tratamiento
al que es sometido Alex De Large.
Aparte de ser un monumental y esplendoroso fresco neoclásico, ‘Barry Lyndon’ es también una sinfonía barroca con pespuntes románticos. En un principio, Kubrick pensó en Nino Rota para componer la banda sonora, pero rectificó a tiempo y no se vio en el trance de tener que prescindir de sus servicios una vez acabado su trabajo, como le ocurrió al pobre Alex North con ‘2001: Una odisea del espacio’. Al igual que hiciera en esta obra cumbre de la ciencia ficción, se decidió por usar partituras clásicas, un valor seguro frente a la arriesgada apuesta por una composición original creada ad hoc. La prudencia de Kubrick era proverbial, como también lo era el pánico que sentía durante la última etapa de su vida a coger un avión. Ser tan concienzudo y precavido en la toma de decisiones sin duda le creó traumas y fobias, algo muy habitual, por otra parte, entre los genios.
Pese a que recurrió a piezas clásicas, Kubrick contrató al compositor Leonard Rosenman para que las adaptara a sus intenciones, ya que en muchos casos creía que les faltaba dramatismo. Rosenman, que fue discípulo de Arnold Schoenberg, era ya por entonces un compositor que gozaba de cierto reconocimiento, obtenido fundamentalmente a raíz de sus aportaciones para ‘Al Este del Edén’ y ‘Rebelde sin causa’, protagonizadas ambas por James Dean. Años más tarde compondría la banda sonora de la versión animada de ‘El señor de los anillos’.
Tres son los temas principales de ‘Barry Lyndon’, configurados a la medida de un leitmotiv operístico. El primero de ellos, que cumple la función de obertura y que acompaña a los títulos de crédito, es la ‘Zarabanda’ de Haendel. Este tema también suena durante los duelos, cada vez con una variación instrumental.
El siguiente en orden de importancia es el ‘Trío para piano’ de Schubert, que envuelve a Lady Lyndon en un velo de languidez y melancolía. Kubrick escuchó toda la música compuesta en el siglo XVIII en busca de una pieza que sugiriera amor o pasión, pero al no encontrar nada que le satisficiera se vio forzado a cometer una pequeña trampa, incluyendo esta delicada y romántica melodía del maestro austriaco fechada en 1814. En opinión del cineasta:
No
hay nada en la música del siglo XVIII que tenga el
sentimiento trágico del Trío de Schubert.
Al amparo de esta serena melodía
se consuma el fatal enamoramiento de Lady Lyndon, en una de
las secuencias más arrebatadoramente hermosas de la
película que remeda el lenguaje no verbal del cine
mudo y que Martin Scorsese alabó con gran derroche
de elogios en el documental ‘Kubrick, una vida en imágenes’.
En dicha secuencia, y por medio de las miradas, Redmond Barry
seduce a la condesa Lyndon en la mesa de juego, con la trémula
luz de las velas que ilumina sus rostros anhelantes de ternezas
no pronunciadas, y
con una cortina de penumbra que les aísla del resto
de circunstantes, sombras insignificantes ante la grandeza
del amor irrenunciable que nace del pecho de la dama. Es una
escena que desprende gran sutileza y dulzura: Lady Lyndon,
cuyos afeites no pueden disimular su turbación, sale
al balcón a tomar el aire; poco después le sigue
Redmond, que camina como embriagado por su perfume, hasta
que llega a su altura; entonces ella se da la vuelta y le
mira con arrobo; él le coge las manos y finalmente
se besan. Kubrick lo veía del siguiente modo:
Lo
que ella siente por él es puramente físico.
Es lo que ocurre en la mayoría de los casos en que
una persona está desesperadamente enamorada. Las relaciones
masoquistas y trágicas que he podido observar reposan
esencialmente en una atracción física. Me pareció
que quedaba expresado de manera elegante y realista, con ayuda
de Schubert.
Que Lady Lyndon se enamore de la persona equivocada también tiene que ver con el fatum que atraviesa toda la historia. Ella, como muchas otras mujeres, se siente embelesada por un hombre al que sabe dominante y egoísta, en el error de que puede hacer que aflore en él toda su sensibilidad. El narrador no tarda en señalarnos, cuando aún tañen las campanas del desposorio, el cruel destino que le aguarda: “Estaría destinada a ocupar un lugar en la vida de Barry no mucho más importante que los elegantes tapices y cuadros que serían el telón de fondo de su existencia”. Por si no quedaba suficientemente claro, acto seguido Barry le echa una bocanada de humo en la cara cuando ella hace gestos de que le molesta que fume en pipa dentro de la calesa.
Así como Lady Lyndon sufre
los rigores de un amor no correspondido, así también
el reverendo Runt se enamora de ella en secreto. Todos los
personajes que vemos en ‘Barry Lyndon’ destacan
por su insatisfacción amorosa, empezando por Redmond,
que se lleva su primera decepción sentimental a causa
de la ligereza de su casquivana prima, Nora Brady.
El tercer tema musical que copa buena parte de la atención es la exquisita canción tradicional irlandesa ‘Women of Ireland’, interpretada por The Chieftains. Esta nostálgica melodía se imbrica en el corazón de Redmond cuando aún es joven e inexperto. Se puede oír durante su iniciación en el amor de la mano de su prima Nora, que se divierte con su ingenuidad cuando le hace buscar la prenda que se ha escondido en el escote, así como durante su breve idilio con la campesina alemana, Lischen. A partir de ese momento no vuelve a sonar, dando a entender que el candor ha abandonado su alma para no volver. El arpa y la flauta tocadas por Sean O’Riada y Paddy Moloney hacen de esta melodía una delicia para el oído. Asimismo, la primera parte de la película es fecunda en otras canciones tradicionales irlandesas como ‘Tin Whistles’, ‘The Sea-Maiden’ o ‘Pipper’s Maggot Jig’.
Además de las citadas piezas, en ‘Barry Lyndon’ se engarzan otros valiosos diamantes. La música de cámara está presente con el ‘Concierto para violonchelo’ de Vivaldi y el adagio del ‘Concierto para dos claves y orquesta’ de Bach, que, aunque habían sido creadas antes de la época en que se desarrollada la película, es difícil que fueran interpretadas en las Cortes de Europa. Esta última partitura se ejecuta en el propio filme en una sublime secuencia en la que la cámara, mediante una suave panorámica, va mostrando a los componentes de la orquesta, a Lady Lyndon tocando el piano y al reverendo Runt de pie haciendo sonar la flauta.
También abundan las marchas
militares, de obligado recorrido en una historia que transcurre
en la Guerra de los Siete Años, como la de ‘Los
granaderos británicos’ –música que
sigue a Barry durante sus orgías y borracheras–,
la marcha de ‘Hohenfriedberger’, atribuida a Federico
el Grande, y la marcha de ‘Idomeneo, rey de Creta’,
obra de Mozart.
El papel de Redmond Barry recayó en Ryan O’Neal después de que Robert Redford lo rechazara. O’Neal era en aquellos años uno de los galanes más solicitados de Hollywood merced a su participación en ‘Love Story’, drama lacrimógeno dirigido por Arthur Hill en 1970, cuya cantinela en forma de álbum de fotos musical nos persigue a muchos desde la comunión. Se rumoreó que la preferencia de Kubrick era Malcolm McDowell, con quien ya había trabajado en ‘La naranja mecánica’, pero que los ejecutivos de la Warner se lo impusieron a causa de su tirón comercial, especialmente entre el público femenino. Aun cuando se alzaron muchas voces en contra de su interpretación, lo cierto es que O’Neal está soberbio tanto en su faceta de mozalbete tierno y apasionado como de aristócrata bon vivant. Era difícil encontrar un actor que pudiera evocar esa inocencia de los primeros años, y Ryan O’Neal, aun teniendo más edad de la requerida, consiguió transmitirla.
Es curioso observar cómo su personaje, el arribista Redmond Barry, a pesar de atesorar numerosos defectos, cae, con todo, más simpático que los oponentes que se cruzan en su camino. Incluso cuando se entrega a una vida disipada orientada a la obtención de un título nobiliario, aún conserva sentimientos elevados como el amor que profesa a su hijo Bryan, al que quiere más que a su propia vida. No es casual que los rasgos físicos de sus adversarios, como contraposición a su armónica apostura, fueran asimétricos y casi se podría decir que hasta ridículos.
El capitán Quin, su primer rival, se hace aborrecible por su galantería y su flema afectada, su manifiesta cobardía y su orgullo de postín. Además, es un hipócrita ensoberbecido que asegura a su prometida Nora que “sólo he estado enamorado de cuatro mujeres antes de conocerte”.
La invalidez de Charles Reginald Lyndon
traspasa los límites de la silla de ruedas en la que
se halla postrado, pues permite que un advenedizo le robe
el corazón de su esposa sin hacer nada por evitarlo,
si bien al menos tiene el coraje de escupírselo a la
cara. Según manifiesta: “Prefiero
pasar por cornudo antes que por idiota”. El infarto
que acaba con su vida después de encararse a Redmond
demuda su rostro en un rictus agónico y patético,
haciendo buenas las palabras que el usurpador le dedicara
en su despedida: “El que
ríe el último ríe mejor”.
Lord Bullindgon, por su parte, a pesar de que padece en sus propias carnes los castigos de Barry, al crecer se transforma en un ser vengativo y rencoroso, además de pusilánime. Cuando yerra el disparo en el duelo trata de repetirlo aduciendo que la pistola estaba defectuosa. Luego vomita de puro terror a ser alcanzado por una bala. No se da por satisfecho cuando Barry dispara al suelo y le perdona la vida, sino que, antes al contrario, lo siente como un nuevo agravio. Al impactar sobre su padrastro, la alegría se desborda sobre su faz en una mueca cruel a la par que infame. Barry, por el contrario, le ofrece su cuerpo de perfil para que haga puntería con gran temple, quizá conociendo el destino que le espera.
El destino es la palabra clave de ‘Barry Lyndon’, y su símbolo, el juego de naipes. Redmond comienza jugando a las prendas con su prima Nora y pasa buena parte de sus años mozos como matasiete de un tahúr profesional como el Chevalier de Balibari. Incluso en el ocaso de su vida, cuando le ha sido amputada una pierna, el narrador nos dice que regresa al continente para retomar la carrera de jugador, pero sin fortuna.
Al madurar, Lord Bullingdon pierde la nobleza y la valentía que tenía durante su niñez, aunque aún guarda un arresto de orgullo que le impele a exigir satisfacción a su odiado padrastro. De niño sentía un amor incondicional por Lady Lyndon, y fruto de él es esa tierna secuencia del paseo por el campo en que, a través de un plano detalle, vemos cómo coge y aprieta la mano de su madre al presenciar ésta la infidelidad de su marido con una de sus criadas.
Para interpretar a la sensible y sufridora
Lady Lyndon, Kubrick eligió a la bella modelo y ocasional
actriz Marisa Berenson,
quien hasta ese momento tenía un bagaje cinematográfico
escaso con breves apariciones en ‘Muerte en Venecia’,
de Luchino Visconti, y ‘Cabaret’, de Bob Fosse.
En ‘Barry Lyndon’ su interpretación está
encorsetada por la rigidez que quería Kubrick, para
lo que su experiencia como modelo le sirvió de gran
ayuda. La melancolía que tiñe su mirada en algunos
momentos contribuyó a crear ese busto ebúrneo
de belleza lánguida que representan las damas de los
cuadros neoclásicos. Su angelical e inerme belleza
la convierte en una muñeca de la que todos tiran. Tanto
su esposo como su hijo la tienen apresada en su castillo como
si fuera una prisionera, encomendándole la labor de
firmar los cheques de los acreedores. El reverendo Runt, por
su parte, la sume en las tinieblas de la religión tras
la pérdida de su vástago, haciendo que su dolor
sea tan inmenso que intente quitarse la vida envenenándose
con estricnina.
El final es magnífico, con la firma que estampa (H.
Lyndon) en el pagaré con la asignación de 500
guineas de oro a nombre de Redmond Barry. En ese momento no
puede evitar que un suspiro de nostalgia brote de su pecho
como una exhalación, mientras Lod Bullingdon la mira
de soslayo, entre condescendiente y preocupado, consciente
de lo que ronda por su cabeza.
Leon Vitali se metió en la piel de Lord Bullingdon, cuando ya está crecidito. Durante el rodaje trabó una gran amistad con Kubrick, hecho que le valió el puesto de asistente de producción en sus posteriores filmes. Prefirió abandonar su apenas estrenada carrera de actor por trabajar detrás de las cámaras a las órdenes de un cineasta irrepetible.
La prima de Redmond, Nora Brady, es Gay Hamilton, una actriz que dos años más tarde haría un pequeño papel en ‘Los duelistas’, de Ridley Scott, película que tanto debe a ‘Barry Lyndon’.
Una mención especial merece el actor Hardy Kruger por su sobria interpretación del capitán Potzdorf, el oficial del Ejército Prusiano que obliga a Redmond a alistarse en sus filas bajo la amenaza de ser encarcelado por desertor. Ese momento marca un punto de inflexión en la vida del gallardo irlandés, pues es allí, entre rufianes y maleantes con la espalda curtida a golpe de baqueta, pero vestidos con uniforme militar, donde adquiere los malos hábitos que luego habrían de propiciar su ruina.
Buena parte del resto del reparto
está formado por actores secundarios que ya habían
intervenido con anterioridad, o que lo harían en años
posteriores, en
otras obras del realizador afincado en Londres. Kubrick era
reacio a hacer castings, así que la mayoría
de las veces tiraba de agenda. Entre otros, en ‘Barry
Lyndon’ aparecen Patrick Magee, que en esta película
da vida al Chevalier de Balibari, mientras que en ‘La
naranja mecánica’ interpretaba al escritor lisiado;
Godfrey Quidley, que aquí encarna al capitán
Grogan y en el citado filme era el capellán de la prisión;
Philip Stone, que en la primera es el secretario Graham, en
la segunda era el apocado padre de Alex De Large y en ‘El
resplandor’ sería el vigilante infanticida del
Hotel Overlook, Delbert Grady; y otros nombres de la escena
británica como Anthony Sharp y Steven Berkoff.
Kubrick tenía la costumbre de trabajar sin un guión cerrado, por lo que su principal referencia la constituía la propia novela. Este método, que tenía la virtud de proporcionar un gran margen de improvisación a los actores –aunque luego les hiciera repetir cincuenta veces la misma toma–, contaba, sin embargo, con el inconveniente de retrasar ad infinitum el rodaje. Gracias a su sólido prestigio, el contrato firmado con la Warner le daba carte blanche para organizar su plan de trabajo, pero el rodaje se demoró tanto –hicieron falta 300 días, lo que la convirtió en el rodaje más largo de la Historia del Cine– que los productores llegaron a temer por el resultado. Para convencerles de que era una buena inversión, Kubrick les prometió que cuando ‘Barry Lyndon’ ganase el Oscar “se haría tan famosa que saldría por el tejado”. Sin embargo, sus predicciones no se cumplieron, y se tuvo que conformar con la estatuilla en las categorías menores de Mejor Fotografía, Mejor Dirección Artística/Decorados, Mejor Diseño de Vestuario y Mejor Banda Sonora (adaptada). En aquella edición, el Oscar a la Mejor Película se lo llevó Milos Forman con ‘Alguien voló sobre el nido del cuco’.
‘Barry Lyndon’ se empezó
a rodar en los estudios Ardmore, próximos a Dublín,
el 17 de septiembre de 1973. Los asesores de Kubrick le recomendaron
trasladarse a Irlanda porque la primera parte de la acción
transcurre allí, y porque en esa región se conservan
más mansiones del siglo XVIII que en cualquier lugar
de Inglaterra. Por si el rodaje no fuera lento en sí
a causa del perfeccionismo del director, surgió un
contratiempo que lo retrasó más de lo esperado.
Se propaló el rumor de que el IRA planeaba atentar
contra el equipo, debido a su descontento con que los casacas
rojas pulularan por las praderas del condado de Kilkenny.
Aquéllos eran los años más violentos
en el Ulster desde el Domingo Sangriento de 1972, en el que
los soldados británicos mataron a 13 civiles en Londonderry,
y en tres años se llegó fácilmente a
la cifra de 500 muertos en atentados y represalias. Así
pues, para no tentar a la suerte, Kubrick embarcó hacia
Inglaterra usando nombres falsos para él y su familia.
Aparte de en Irlanda, también se rodaron secuencias en Inglaterra y en Alemania del Este. Esto rebasó el presupuesto inicial elevándolo a los 11 millones de dólares, todo un dispendio en la década de los setenta. ‘Barry Lyndon’ corrió la misma suerte que muchas otras películas cuya calidad nadie discute –pensemos en ‘Blade Runner’–. Fue un fracaso de crítica y público, y no llegó ni de lejos a amortizar el capital que se había invertido en ella. Sin embargo, pocas veces se ha hecho mejor uso del dinero.
Concluyo este artículo con el convencimiento de que ‘Barry Lyndon’ es, no ya sólo el punctum saliens de la filmografía de su director, sino también la película más bella en la corta historia de este noble arte. Después de todo, como dijo Kubrick al hilo del estreno:
A
los 45 años es ya tiempo de haber rodado mi obra maestra.
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Óscar Bartolomé