Sobre El Parnasillo

Han hecho falta ocho años para que Terrence Malick vuelva a ponerse detrás de las cámaras. No es un interregno demasiado largo, habida cuenta de las dos décadas que separan ‘Días del Cielo’ (1978) de ‘La delgada línea roja’ (1998), la que era hasta ahora su última película. En la Historia del Cine hay pocos directores con una obra tan exigua para una trayectoria tan dilatada. Desde su debut en 1973 con ‘Malas Tierras’ han transcurrido treinta y tres años, en los que tan sólo ha dirigido cuatro filmes. Por su escasa prodigalidad, el director nacido en Waco, Texas, se sitúa en el polo opuesto a cineastas como Woody Allen o Steven Spielberg, acostumbrados a estrenar una película cada año. Más en común tiene con Stanley Kubrick, quien en la última etapa de su vida espació sus filmes en períodos cada vez más luengos.
Si Kubrick era conocido por su perfeccionismo
y por su misantropía, Malick ha llevado estas características
al límite, descollando como un digno epígono
de Timón de Atenas. Es bien conocida su alergia a los
flashes y al oropel de la fama, hasta el punto de que jamás
concede una entrevista ni permite que le saquen fotografías
durante los rodajes –invito a todo aquel al que le pique
la curiosidad a buscar su nombre en Google para ver cuántas
fotos encuentra–. Por supuesto, tampoco acude a ruedas
de prensa ni se presenta en los festivales donde se exhiben
sus películas.
Un rasgo tan peculiar como éste, en un mundo tan frívolo y banal como Hollywood, donde la vida privada de las estrellas es de dominio público, ha dado pábulo a los rumores más descabellados. Así pues, no es de extrañar que se propalara una filfa según la cual había abandonado el cine para ejercer de peluquero en París. No obstante, y por paradójico que parezca, hizo una breve aparición en ‘Malas Tierras’ en el rol de un detective privado.
El carácter extremadamente huraño de Malick, que tanto recuerda al de ilustres escritores como J. D. Salinger y Thomas Pynchon, no ha impedido, empero, que salgan a la luz algunos datos sobre su biografía. Se sabe que estudió Filosofía en Harvard y en el Magdalen College de Oxford antes de ingresar en el American Film Institute, y que comenzó una tesis sobre Martin Heidegger, que dejó inconclusa por desavenencias con su tutor. Hijo de un ejecutivo de una compañía petrolífera, trabajó como granjero en Austin durante sus años mozos, lo que explica su pasión por la botánica y la zoología. Rechazó una golosa oferta de James L. Brooks para dirigir ‘El hombre elefante’, de lo que se aprovechó David Lynch. Además de director, también es productor y guionista. Precisamente, el guión del biopic sobre el Che Guevara, que dirigirá Steven Soderbergh, viene firmado por él.
Viendo todo el secretismo que envuelve
su figura, no es difícil imaginar la aureola de leyenda
que le persigue. Terrence Malick puede presumir de ser uno
de esos escasos directores cuyo prestigio es tal que los intérpretes
están dispuestos a participar en sus películas
aun a costa de reducir considerablemente sus emolumentos.
Como declaró Colin Farrell,
protagonista de ‘El nuevo mundo’:
Malick
sólo tiene que mencionar un proyecto y los actores
acuden en tropel. Ni siquiera hace falta leerse el guión
porque la pureza de todas y cada una de sus películas
es más que suficiente. Terry es como un sabio, tiene
la sabiduría de muchos más años de los
que lleva viviendo en este planeta, además de una gentileza
asombrosa y una ferocidad increíble a la vez. Es un
poeta.
Su sólido prestigio también facilita que pueda abordar sus filmes con la más absoluta libertad, sin preocuparse por la recaudación y sin atender a imposiciones externas, un privilegio del que muy pocos cineastas han gozado.
Si las tres películas anteriores de Malick bastaban para hacer de él un autor imprescindible, con ‘El nuevo mundo’ ha escrito una página de oro en el libro del Cine. Desde ‘Barry Lyndon’ no se había visto una película tan bella, sensible y poética, capaz de penetrar en el corazón del espectador para nunca salir, como el feliz impacto de un dardo fulmíneo y punzante que te atraviesa el espinazo.
El director tejano escribió el guión de ‘El nuevo mundo’ hace 25 años, pero no pudo llevarlo a buen término hasta ahora. La productora Sarah Green lo aclara:
Tuvo
la idea en los años setenta y la conservó en
su imaginación, y como todas sus películas,
'El nuevo mundo' muestra una profunda comprensión del
ser humano.
Gracias a esta demora hemos podido
conocer a la núbil Q’Orianka
Kilcher, auténtica revelación de la película,
y quien en el momento de gestarse el guión aún
estaba lejos de llegar a la fase embrionaria. A ella correspondió
el privilegio de interpretar a Pocahontas, nombre que no se
menciona en ningún momento –al contrario que
Rebecca, su nombre bautismal–, forzando en el espectador
la agnición.
Para hacerse con este papel tuvo que dejar en la cuneta a numerosas aspirantes en un casting que se hizo interminable. Su elección no pudo haber sido más fetén. En otras circunstancias, para valorar su interpretación recurriría a la manida expresión hace de Pocahontas, pero en su caso habría que sustituirla por es Pocahontas. No es Q’Orianka Kilcher la que se adueña del personaje, sino que es el personaje el que toma posesión de ella. Su mirada soñadora y enamorada, sus movimientos gráciles como los de un cervatillo, su vitalidad, su lozanía, su arrojo y determinación, el ímpetu de su alma joven y generosa..., todo eso transmite con la naturalidad de quien se sabe viviendo dentro de la cámara, no actuando para ella. Mediante esta epifanía, Pocahontas deja de ser un personaje de ficción para convertirse en un ser de carne y hueso, tierno y adorable, a quien podemos consolar en su aflicción. Su compañero de reparto, Colin Farrell, la describió de forma insuperable, atestiguando que es mucho más que una cara bonita:
No
sé de dónde lo saca, pero tiene una sonrisa
que ilumina los dos hemisferios y posee una luz y a la vez
un misterio capaces de detener el mundo.
La biografía de Q’Orianka Kilcher, sin ser tan misteriosa como la de Terrence Malick, es igualmente llamativa. Sus rasgos indígenas son herencia de su padre, un peruano de la etnia quechua. Su madre es una suiza afincada en Alaska. Ella nació en Alemania, aunque también tiene nacionalidad estadounidense. A sus 15 años, sólo había hecho un pequeño papel como cantante en ‘El Grinch’. Los productores de ‘El nuevo mundo’ la descubrieron de manera inopinada mientras cantaba en la calles de Santa Mónica, California. Esta talentosa chica parece que lleva la música en sus genes, puesto que es prima de Jewel, la popular cantante y ocasional actriz a la que pudimos ver en ‘Cabalga con el diablo’, de Ang Lee. Merced a su corta edad, a camino entre la inocencia de la niñez y el escepticismo de la edad adulta, cumplía uno de los requisitos exigidos para este papel, pues según los imprecisos documentos de la época la princesa powhatan tenía entre 12 y 13 años, una edad que en las tribus americanas se consideraba apta para la procreación.
La elección de Colin Farrell
como el capitán John Smith despertó un gran
recelo, al pensar que se trataba de una concesión comercial
que Malick había tenido que acatar para sacar adelante
el proyecto –lo que ha demostrado ser falso, pues acaba
de trascender la noticia de que el esquivo director cuenta
con él para su próxima película, que
se titulará previsiblemente ‘Tree of
Life’–. Por una de esas inexplicables
modas, el actor irlandés se ha especializado en encarnar
héroes históricos, como Alejandro
Magno, con unos resultados más bien pobres, por
no decir catastróficos. Para satisfacción de
los que teníamos grandes esperanzas cifradas en ‘El
nuevo mundo’, aquí ha ofrecido su interpretación
más inspirada, disipando la nube de escepticismo que
sobrevolaba su testa cual ave carroñera. Los transportes
amorosos que siente John Smith en su nido de amor están
perlados de expresiones de arrobo y embelesamiento que el
espectador siente como propias ante la encantadora visión
de su joven amada, “la más
bella y virtuosa de los hijos del rey”.
La terna de actores principales la completa Christian Bale, que da vida al aristócrata viudo y plantador de tabaco John Rolfe. Con él se cierra ese triángulo amoroso que gira en torno a Pocahontas, quien, sin quererlo, se encuentra con el corazón dividido entre dos hombres, como le ocurría a Abby (Brooke Adams) en ‘Días del Cielo’. El bondadoso y apacible Rolfe también tiene mucho que ver con el granjero interpretado por Sam Shepard: ambos conciben el amor como una forma de dar sentido a unas vidas apagadas antes de tiempo.
Del resto del reparto sobresalen el veterano Christopher Plummer, David Thewlis y Wes Studi, al que siempre se le recordará como Mawa, el señor de la guerra de los hurones en ‘El último mohicano’, de Michael Mann. Su peculiar fisonomía le convierte en ideal para estos papeles de indio.
‘El nuevo mundo’ narra
la fundación de Jamestown en el año 1607 a partir
de los diarios de John Smith y de los libros de los historiadores
James Barlowe y Robert Beverly. La ambientación es
minuciosa, como no podía ser de otra manera tratándose
de una película de Terrence Malick. Como botón
de muestra, baste decir que para la construcción de
los tres navíos de la London Virginia Company (Susan
Constant, Godspeed y Discovery) que atracaron en estas marismas
con 104 colonos a bordo se hicieron unas réplicas de
los modelos que el Museo de Historia de Jamestown exhibe al
público. En una película de época siempre
se exige un plus en la dirección artística,
y en ese sentido es un placer contemplar a los soldados pertrechados
de morriones, celadas, coseletes, corazas, floretes, mosquetes
y con la pica en astillero, prestos al combate. La fidelidad
histórica también abarca la dudosa catadura
moral de estos expedicionarios, la mayoría de los cuales
son descritos como bergantes, pícaros y matasietes
de baja estofa que han huido del Viejo Continente para dejar
atrás sus cuentas pendientes con la justicia. Asimismo,
la empalizada que levantan a orillas del río, germen
de lo que luego sería la ciudad, es presentada en toda
su miseria, como una cloaca hedionda donde las muertes por
inanición se suceden a un ritmo vertiginoso, y donde
los habitantes se preocupan más por buscar oro que
por hallar un sustento a sus vidas. Malick no escatima en
detalles a la hora de mostrar el caos y la ruindad imperantes,
dando cuenta incluso de episodios de canibalismo.
Con eso y con todo, al director norteamericano no le interesa tanto recrearse en el fresco histórico de la conquista de América como indagar en el descubrimiento del Paraíso y en la pérdida de la inocencia, dos de los temas capitales de su filmografía. Es en ese terreno donde Malick se siente más a gusto, destilando en el alambique de su imaginería gotas de lirismo que saben a praderas vírgenes y feraces y que suenan como el murmullo de los arroyos o los trinos de la alondra. Los indios powhatan viven en comunión con la Naturaleza, confundiéndose con los demás animales de la Creación; cuyas formas imita, para divertir a su hermano, la princesa Pocahontas. Esta lectura bíblica no es baladí; ‘El nuevo mundo’ puede ser interpretado como la corrupción del Edén, así como tras la fachada de John Smith y Pocahontas es fácil vislumbrar a Adán y Eva. Los colonos británicos, con su afán de lucro y sus rudos modales, destruirán la obra de Dios, así como la plaga de langostas –una plaga bíblica, recordemos– echaba a perder la cosecha de trigo en ‘Días del Cielo’. En aquella película, Linda, la niña narradora, también se comunicaba con la Madre Tierra, al igual que Pocahontas. El intrépido capitán Smith, condenado a la horca por desacato, pena de la que será exonerado al pisar tierra firme, se queda extasiado oteando el horizonte de ese vasto y fértil paisaje tocado por la gracia divina, como el soldado Witt (Jim Caviezel) permanecía absorto ante la contemplación de la iridiscente belleza de las Islas Melanesias en ‘La delgada línea roja’. Ambos hombres de armas encuentran un solaz donde alejarse de los horrores de la guerra, aunque su sueño de dicha se evaporará antes de lo esperado.
En ese choque de culturas que tiene
lugar en la costa de Virginia –tema muy actual, por
cierto– los nativos son presentados como unas criaturas
sin maldad, que no conocen la envidia ni saben lo que es la
propiedad, mientras que los colonizadores son crueles, egoístas,
sediciosos y rapaces. Malick hace de exégeta y traslada
las teorías de Heidegger a esta Arcadia feliz (su Shangri-La), reivindicando
un idílico estado preindustrial que conecta con la
sensibilidad neorromántica de poetas líricos
como Georg Trakl y Friedrich Hölderlin,
quienes abogaban por regresar a la aldea como muestra de rechazo
de la ciudad moderna, en una vuelta al mundo de la infancia.
Sólo los seres marginales e inadaptados, entre los que se encuentran Pocahontas y Smith, pueden acceder a este retiro espiritual. La única vía de escape pasa por convertirse en un fugitivo, odiado y perseguido por los que hasta hace poco eran sus semejantes. La princesa powhatan le propone al capitán inglés, sin poder contener las lágrimas, que se fugue con ella dejándolo todo atrás: familia, amigos y, la carga más pesada, las normas sociales. Abandona su poblado para vivir al abrigo del bosque, siempre protector. El amor exige renuncias dolorosas. Esto mismo hacían en su desesperada huida de la justicia Kit (Martin Sheen) y Holly (Sissy Spacek) en 'Malas Tierras' y Bill (Richard Gere) y Abby en 'Días del Cielo'.
‘El nuevo mundo’ es un ejercicio de estilo que deslumbra por el preciosismo de sus fotogramas. El máximo responsable de este delirio estético es el camarógrafo mexicano Emmanuel Lubezki, quien ya realizó una notable labor para Tim Burton en ‘Sleepy Hollow’. Para sacar el mayor jugo de la tierra salvaje de Virginia, con sus serpenteantes y caudalosos ríos James y Chickahominy, se filmó en 65 mm, un formato que no se usaba desde hace diez años, con el ‘Hamlet’ de Kenneth Branagh. Lubezki tuvo que plegarse a los deseos de Malick de rodar casi íntegramente con luz natural, en la llamada hora mágica –que es la que precede a la puesta y a la salida del Sol–, y usar la steadicam en muchos de sus planos. Preciso es señalar que el cineasta tejano siempre ha sabido rodearse de los mejores directores de fotografía para conseguir unas imágenes resplandecientes, acordes con su pulso poético. Si Néstor Almendros y John Toll lograron unos alquitarados fotogramas en ‘Días del Cielo’ y en ‘La delgada línea roja’, respectivamente, Emmanuel Lubezki ha conseguido el non plus ultra de la exquisitez con ‘El nuevo mundo’.
La nueva película de Terrence Malick no se detiene en la exploración de un continente virgen y refulgente, sino que también pone el lenguaje cinematográfico al servicio de la historia, inventando nuevas formas de expresión artística. Mediante una narrativa elíptica, que a los legos puede parecer descoyuntada, se acentúa el halo poético en detrimento de la inteligibilidad o de la narración clásica donde todos los cabos quedan atados, sin fisuras en la línea del tiempo. La poesía no puede someterse a esquemas rígidos, y es por ello que a menudo excede los límites del guión. Si la poesía es el numen, aquello que nos llega de forma inesperada y cuya constitución es tan delicuescente que no admite ser retenida por mucho tiempo, nada le es más ajeno que lo pautado. Por todo lo dicho, secuencias como la de la intercesión de Pocahontas en favor de la vida de John Smith, donde muchos han visto un fallo de raccord o un montaje mal medido, no es sino el fruto de la inspiración. No puede ser interpretado de otro modo que un director de la experiencia de Malick prescinda de la coraza del aguerrido capitán inglés durante la sucesión de dos planos.
‘El nuevo mundo’ es, asimismo,
una vuelta a los orígenes, al que podría denominarse
como el cine más auténtico; esto es, el cine
mudo, el cual intentaba transmitir emociones valiéndose
tan sólo de las imágenes, materia prima de este
arte. No en vano, desde entonces se ha perdido mucho en simbolismo.
Malick reduce los diálogos a la mínima expresión,
optando, como es habitual en él, por dar prioridad
a la voz en off, el vehículo por antonomasia
de los pensamientos. La omnipresencia de esta voz es tan apabullante
como en ‘La delgada línea roja’, con una
salvedad: en ‘El nuevo mundo’ hay tres narradores
explícitos (Pocahontas, Smith y Rolfe), cuyas voces
se alternan y se funden como en una ópera. Actuar sin
hablar, para un intérprete de nuestros tiempos, supone
un esfuerzo añadido y un riesgo considerable, por el
temor a caer en el ridículo al componer un mueca excesiva
o un aspaviento extemporáneo. Tanto Q’Orianka
Kilcher como Colin Farrell dan la talla, reflejando en sus
rostros todo el amor que desprenden sus reflexiones. En determinados
momentos de la película la voz interior de un personaje
responde a la pregunta de otro, de suerte que se produce el
milagro de no saber bien si es un diálogo o un soliloquio.
En el cine de Terrence Malick los silencios expresan más
que las palabras, así como los ojos hablan más
que las bocas. Ésa es la pureza de la poesía.
La delicadeza del director se observa en la elección de los planos, en su composición y en su montaje. El amor de la princesa y el guerrero germina entre planos cortos de las zonas más sensibles de sus anatomías: las manos que se buscan, los pies que se tocan, los hombros desnudos que invitan a una caricia, el cabello que oculta el rubor de un beso, los labios que se frotan contra la punta de la nariz, etc. A menudo estos planos son oblicuos, aguzando así la sensación de vértigo inherente al amor. Es de una ternura infinita cómo una despreocupada y feliz Pocahontas le pregunta a Smith por el nombre de los elementos de la Naturaleza y de las partes del cuerpo, representándolos con mímica, y cómo él, sin caber en sí de gozo pero con timidez, tiene que mirar por el rabillo del ojo que no haya nadie cercano que pueda malinterpretar esos gestos. Durante estos inocentes juegos amorosos, ella se lleva la mano a los labios, espira el aire que ha llenado sus pulmones y lo encierra en su puño, para acto seguido llevarlo a los labios de él, inspirarlo y repetir el mismo proceso.
Esta sucesión de planos rezuma
respeto y contención a partes iguales, en un cortejo
sutil entre dos corazones límpidos. Este tratamiento
tan pulcro recuerda inevitablemente al de ‘In
the mood for love’, de Wong Kar-wai, otra película
que se mueve en lo etéreo. No deja de ser llamativo
que, pese a todo el cariño que se dan el uno al otro,
en ningún momento se les vea besándose. De hecho,
el único beso que se muestra sin velos es el que le
da Pocahontas a John Rolfe después de su breve y decepcionante
entrevista con John Smith. Toda la parte que va del apresamiento
del rebelde capitán a su convivencia con los nativos
y el inminente enamoramiento con la princesa powhatan es la
mayor eucaristía del amor que se haya celebrado en
una sala de cine.
Este ritual sagrado no tendría el mismo poder de seducción de no ser por la música elegida por Malick para exornar tan celestiales imágenes. Haciendo honor a su exquisito gusto, usa el Adagio del ‘Concierto para piano No.23’ de Mozart cual soplo de aire bonancible que mece a los amantes durante su júbilo amoroso. Para la solemnidad del descubrimiento del Nuevo Mundo emplea el Preludio de ‘Das Rheingold’, de Wagner. El efecto, en uno y otro caso, es sublime, como un placer arcano que humedece nuestros labios cuarteados por la sed. Estas dos piezas son las que más se repiten, pero también pueden oírse las composiciones originales de James Horner, cuyo trabajo fue recortado en la sala de montaje; una práctica en la que el director acumula gran experiencia. Para hacerle justicia, hay que señalar que la banda sonora de Horner es muy deleitable, y que se adapta bien a las exigencias del realizador; aunque claro, no puede competir de igual a igual con los clásicos. El tema ‘An Apparition in the Fields’ subraya con gran sutileza el primer encuentro entre John Smith y Pocahontas, cuando se cruzan sus miradas en la pradera, entre las altas hierbas. Al contrario que otros trabajos de James Horner, éste no es almibarado, sino más bien al contrario, tierno y melifluo. No tiene nada que envidiar a la música que compuso Ennio Morricone para ‘Días del Cielo’ ni a la de Hans Zimmer para ‘La delgada línea roja’.
El ojo naturalista
de Malick se manifiesta en todas sus películas, que
no en balde transcurren en parajes agrestes. Es un ornitólogo
cuando, en un maravilloso plano rebosante de simbolismo, filma
una bandada de pájaros que se bifurca en dos direcciones,
anticipando la calamidad que se cierne sobre el corazón
de Pocahontas. “Has matado
al Dios que había en mí”, llora
desconsolada mientras se hace un ovillo junto a un cañón
de la fortaleza, las cenizas embadurnando su cara y el lodo
manchando su pena. Es un entomólogo cuando, en un plano
bello y caprichoso, muestra una araña blanca de largas
patas recorriendo una rama. Es un botánico cuando persigue
la luz que se filtra por entre las copas de los árboles,
esos árboles nudosos y centenarios que se alzan al
Cielo con expresión suplicante, como en una plegaria.
‘El nuevo mundo’, como se ve en el último
plano, es la búsqueda de la luz, búsqueda que
Pocahontas alcanza con la serenidad de un santo.
‘El nuevo mundo’ también está repleto de pequeños detalles cargados de significado, imperceptibles para un ojo vago. Uno de ellos es el lema que el capitán Smith lleva tatuado en el pecho, a la altura del corazón: “I love no mother”. Este epigrama puede interpretarse como una renuncia a Inglaterra, su Madre Patria, en contraste al incipiente amor que siente por la Madre Naturaleza, a la que Pocahontas venera. Otro detalle, más visible, es cómo la princesa, tras ser retenida en la empalizada y vestida con corsé, falda y zapatos, a la manera civilizada, empieza a perder paulatinamente su naturalidad, se le escapa el espíritu. Aunque ella hace todo lo posible por agradar a Smith, la cámara deja ya de adorarla. Por último, está la graciosa anécdota del indígena que decide embarcarse rumbo a Londres, por orden del jefe de la tribu, para “buscar a ese Dios del que tanto hablan”, y al que rastrea por lugares tan recónditos como el suntuoso vitral del Palacio donde se celebra la recepción real o los jardines colindantes.
En el mundo de la crítica está muy extendida la opinión de que hay que dejar transcurrir un buen tiempo antes de valorar una obra, como si de un caldo añejo se tratara. Con razonamientos como éste, es normal que muchos crean que hoy en día no se hacen buenas películas, y que para ver cine de calidad hay que remontarse a los años 70, o más atrás. Obras maestras ha habido siempre, en todas las épocas, y sigue habiéndolas, más o menos en la misma proporción. Para quien lo ponga en duda, le reto a que vea ‘El nuevo mundo’, un milagro que merece figurar, por derecho propio y desde ya, entre los grandes hitos de la Historia del Cine.
Secuencia de 'El Nuevo Mundo'
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Óscar Bartolomé