Sobre El Parnasillo

Tras la dolorosa capitulación
en la I Guerra Mundial y la firma del Tratado de Versalles,
Alemania entró en una profunda crisis. Los años
20 estuvieron marcados por una inflación galopante
y una alta tasa de desempleo. El descontento popular crecía
mecido por las penurias económicas, y la República
de Weimar, liderada por el exhausto y achacoso Hindenburg,
se descubría como un régimen frágil incapaz
de contener los desórdenes sociales promovidos, principalmente,
por el emergente Partido Nacionalsocialista de los Trabajadores
Alemanes. En esta delicada coyuntura, la delincuencia adquirió
tintes dramáticos, con un aumento sin precedentes en
el número de homicidios y robos. Este clima de inseguridad
ciudadana vio nacer y crecer a Peter
Kürten, uno de los asesinos en serie más
despiadados y temidos que ha conocido la Historia, que sembró
el pánico durante varios años con sus constantes
ataques y que fue bautizado con el nombre de “El vampiro
de Düsseldorf”. Las
crónicas de sucesos que poblaron las páginas
de la prensa amarilla con las infamias de este psicópata
fueron el material sobre el que Fritz
Lang edificó su excelente película ‘M,
el vampiro de Düsseldorf’, su primera incursión
en el cine sonoro.
Peter Kürten nació el 26 de mayo de 1883 en Mullheim, Colonia, en una familia arruinada y desestructurada. Su padre era alcohólico y maltratador, y no sentía ninguna consideración hacia su numerosa prole, a la que vejaba y humillaba de ordinario. Con frecuencia propinaba palizas e incluso violaba a su mujer ante los ojos atónitos de sus hijos. Tras muchos abusos, fue encarcelado por mantener relaciones incestuosas con una de sus hijas. Como era de prever, estas aberraciones dejaron una huella imborrable en el carácter del joven Peter, el mayor de los trece hermanos. Su vida fue la constatación de que la educación de los padres y el ambiente familiar son determinantes en la formación de la personalidad del niño, y que la mayor parte de las patologías y trastornos mentales tienen su origen en un entorno viciado.
A la temprana edad de nueve años cometió su primer asesinato, y además por partida doble: lanzó a un compañero al agua y dejó que se ahogara, y, poco más tarde, hizo lo propio con otro niño que acudió a socorrerle. Por aquel tiempo consiguió también su primer trabajo en la Perrera Municipal, y allí experimentó el placer de matar a los canes abandonados. Como se ve, su vocación por el crimen fue precoz.
Ya adulto, fue condenado a pasar dos años en la cárcel por robo. En este momento fue cuando empezó a incubar su resentimiento hacia la sociedad, a la que hizo culpable de sus desgracias. Su estancia en prisión también azuzó sus depravadas fantasías sexuales.
A partir de entonces comenzó
una larga carrera delictiva jalonada de latrocinios, incendios
y, lo que es peor, violaciones y homicidios. Para asesinar
a sus víctimas solía usar armas blancas como
tijeras o navajas, y, en ocasiones, un mazo. Les asestaba
numerosas puñaladas, las estrangulaba y luego les cortaba
el cuello. Disfrutaba viendo brotar la sangre a borbotones.
A pesar de que no cambiaba mucho el arma del crimen, su modus
operandi era variable, hecho éste que dificultó
sobremanera las pesquisas de la Policía. Mataba a hombres
y mujeres por igual, si bien es verdad que sentía predilección
por las mujeres y las niñas; es decir, por las personas
más indefensas.
Su captura se produjo de un modo insospechado. Cuando vio que el cerco se estaba estrechando sobre él –a consecuencia de un desliz que tuvo con una mujer a la que violó pero perdonó la vida por no resistirse–, decidió revelarle el terrible secreto de su doble vida a su mujer. Ésta tuvo de inmediato una tentativa de suicidio, pero al final se serenó. Kürten quería que su esposa se llevara la cuantiosa recompensa que las autoridades habían puesto a su cabeza, para de este modo poder proporcionarle una pensión con la que poder sobrevivir dignamente. Tiene gracia que en el último momento, y después de envilecerse con tantas fechorías, aún guardara un resquicio de humanidad.
En las confesiones que le hizo al eminente psicólogo Karl Berg demostró tener una prodigiosa memoria para relatar sus crímenes, que recordaba y describía con todo lujo de detalles. En total, mató a 79 personas, cantidad que superaba con creces las estimaciones de la Policía. A la pregunta de si tenía conciencia, respondió:
No
tengo. Nunca sentí arrepentimiento en mi alma; nunca
pensé que lo que hice estaba mal aunque la sociedad
lo condenara. Mi sangre y la de mis víctimas estará
en la cabeza de mis torturadores. Debe de haber un Ser Superior
que creara la chispa de la vida. Ese Ser juzgará buenos
mis actos puesto que vengué mi injusticia. Los castigos
que sufrí destruyeron todos mis sentimientos de ser
humano. Por eso no tuve piedad con mis víctimas.
Peter Kürten fue sentenciado a siete penas de muerte –nunca entenderé el sinsentido de estas condenas– y guillotinado el 31 de julio de 1931 en la prisión de Klingelputz. Antes de morir, le preguntó al psicólogo de la prisión:
Dime:
una vez que me corten la cabeza, ¿seré capaz
de oír, al menos por un momento, el sonido de mi propia
sangre saliendo de mi cuello? Ése sería el placer
para acabar con todos los placeres.
Tan sólo dos meses antes de su ejecución, Fritz Lang estrenaba ‘M, el vampiro de Düsseldorf’, una película inspirada libremente en su biografía.
El actor encargado de dar vida a Peter Kürten fue otro Peter; en este caso, Lorre. Su personaje no tomó prestado el nombre del serial kyller, sino que se llamó Hans Beckert. La cara rolliza y untuosa de Peter Lorre, unida a sus ojos saltones e incrédulos, lograba transmitir ese aura entre infantil e ingenuo que empleaba para embaucar a las niñas. El director vienés quería que el asesino tuviera el rostro de un hombre corriente, educado y amable, como el propio Kürten. Ya se sabe que los monstruos no tienen caras deformes ni arrastran cadenas, sino que viven entre nosotros y pasan desapercibidos. En ese sentido, el título original de la película era ‘M. Mörder unter uns’ (‘M. Asesino entre nosotros’). Este título se cambió más adelante porque se entendió como una alusión velada a los grupos de agitación callejera del Partido Nazi. Sin embargo, esta teoría, que ha tomado carta de realidad durante todo este tiempo, no se sostiene si tenemos en cuenta que la coautora del guión, la por entonces mujer de Lang Thea von Harbou, era una convencida militante nazi. De otro lado, ya por aquel entonces el Nacionalsocialismo era una formación política legal y su líder, Adolf Hitler, gozaba de un sólido prestigio.
‘M, el vampiro de Düsseldorf’
pasa por ser una película expresionista, aunque Fritz
Lang siempre mantuvo una distancia prudente con respecto a
esta corriente artística. La fotografía de Fritz
Arno Wagner, habitual colaborador de Murnau, no deja
lugar a dudas sobre su naturaleza. Los claroscuros envuelven
toda la atmósfera, y las sombras adquieren una gran
potencia expresiva, como la que Beckert proyecta sobre el
cartel con la recompensa cuando se dispone a engatusar a la
niña. También
abundan los primeros planos de las caras, así como
los picados y contrapicados, que generan sensación
de vértigo. El ambiente por el que se mueven los personajes
es opresor y asfixiante, con profusión de escaleras
de caracol en las que no se atisba el fin y de calles angostas
y mal iluminadas, que tanto recuerdan a las de ‘El
gabinete del Doctor Caligari’, de Robert Wiene.
Las oficinas en las que se esconde Beckert cuando se sabe
perseguido presentan una gran similitud con los decorados
de ‘El último’, de Murnau.
Esta ambientación lúgubre también la convierte en una de las primeras películas de cine negro de la Historia del Cine. Reúne casi todas las características del género: oscuridad, bocanadas de humo, policías venales, hampones, intriga, persecución, etc. Incluso tiene el mérito de mostrar la investigación de huellas dactilares, algo que no se había hecho antes. Sólo hay un canon que transgrede: no hay ninguna femme fatale.
Para ser el primer filme sonoro de Lang, la utilización del sonido es magistral. Hay un leitmotiv que se repite cada vez que Beckert comete un crimen, y que lo anticipa. Se trata de la pieza ‘En el Salón del Rey de la Montaña’, de la obra ‘Peer Gynt’, del compositor noruego Edward Grieg –una adaptación musical del cuento de Henrik Ibsen–. Esta pegadiza melodía, tarareada por el asesino, pone sobre aviso al espectador sobre lo que viene a continuación. Al parecer, Peter Lorre no era capaz de silbar como el director quería, por lo que al final él mismo grabó e incorporó su silbido a la banda sonora. Esta cantinela de reminiscencias claramente infantiles es lo que Hitchcock llamaría un McGuffin: elemento desencadenante de la acción. En última instancia, es lo que lleva a la detención del asesino, cuando un ciego al que había comprado un globo reconoce al autor del tarareo. Las campanadas del reloj de péndulo de la madre que espera impaciente y temerosa la llegada de su hija también son una buena forma de crear tensión en el espectador.
‘M, el vampiro de Düsseldorf’
es una película llena de sutileza. Los asesinatos no
se muestran en toda su crudeza, sino que se sugieren con metáforas
muy ilustrativas. Para contarnos el primer infanticidio, Lang
opta por enseñarnos una pelota rodando por el suelo
sin dueño y un globo que queda atrapado entre los alambres
de un poste telegráfico y se pincha. Tengo
por seguro que un cineasta de nuestros tiempos, para contarnos
esto mismo, haría que la sangre salpicara la cámara
en el frenesí criminal del protagonista. ¿Cuál
de estos dos tratamientos es más efectivo? La explicitud
no siempre es sinónimo de verosimilitud, y lo implícito
a menudo dice más que lo que se percibe a simple vista.
Lorre, pese a ser el protagonista, no aparece mucho en pantalla. La película está dividida en tres actos: presentación del criminal, búsqueda por parte de la Brigada Criminal y de los bajos fondos, y tribunal popular. Hasta esta última parte, Hans Beckert apenas es mostrado, tan sólo de soslayo, como un fugitivo o un espectro.
Aunque esté inspirado en él, Hans Beckert no reproduce con fidelidad la conducta de Peter Kürten –aunque también presente características comunes, como la carta enviada a la Policía y a la prensa; todos los asesinos en serie desafían a la autoridad por su incontenible afán de protagonismo–. Mientras que éste mataba sin distinción de sexo y edad, aquél sólo asesina niñas. El infanticidio es más horrendo de los crímenes, por cuanto tiene de antinatural. Segar la vida de un niño, o mancillarla, es lo más deleznable que se puede concebir. Por este motivo, el personaje de ficción aún se hace más repulsivo. Sin embargo, y como declara en el juicio popular al que le someten, Beckert tiene remordimientos, pues es presa de un trastorno bipolar. Siente que hay un demonio – “una voz, un fuego”, como él dice– que habita en su interior y que le impulsa a cometer esos atroces actos. Sólo así desaparece y le deja descansar. Peter Kürten, por el contrario, actuaba con plena consciencia y no mostraba compasión ni contrición. Esto le convertía en un psicópata sin posibilidad de reinserción social.
En este juicio,
clímax de la película y recital interpretativo
de Lorre, se enfrentan dos visiones antagónicas de
la Justicia. Por un lado está la turba de delincuentes
que prepara esa pantomima, más para exponer las miserias
de Beckert que para darle una verdadera oportunidad de defenderse
de los cargos que le imputan. Su veredicto es evidente desde
el principio: es culpable de infanticidio, y como tal debe
pagar con su vida. Para ellos el único modo de mitigar
el dolor de las madres que han perdido a sus hijos es saber
que el asesino está muerto. Como es un enfermo mental
irrecuperable, ningún tratamiento médico puede
aniquilar su sed de sangre. En consecuencia, no puede vivir
en sociedad, pues es un peligro potencial para sus semejantes.
Tampoco tiene sentido internarlo de por vida en un hospital
psiquiátrico, ya que el Estado –y los contribuyentes–
pagaría su manutención y su medicación
sin esperanza de conseguir un cambio favorable. Además
de eso, nadie puede asegurar que en unos años vuelva
a estar en libertad por fingir buen comportamiento. Conviene
señalar que entre los maleantes hay distintas clases
y que entre ellos existen códigos éticos consuetudinarios,
y que mientras que un ladrón está bien visto
por los hermanos de la cofradía de Monipodio, un pederasta
es lo más despreciable. Por esta razón en las
cárceles tienen que someterles a un régimen
de aislamiento, porque de no ser así no sobrevivirían
ni veinticuatro horas. Asimismo,
y aunque en principio los hampones se echen a la calle para
apresar al asesino y así evitar las continuas redadas
policiales en sus garitos, en realidad su motivación
es más instintiva. Toda la sociedad, con independencia
de su rango y condición, se une para combatir a un
elemento exógeno y nocivo. Esto ocurre en todas las
guerras en las que un país es invadido. En tales casos
se eleva un sentimiento de defensa del territorio que hace
que todos actúen movidos por un mismo fin y que se
olviden momentáneamente las rencillas.
La otra visión es la que representa el abogado de oficio que la chusma adjudica a Beckert. En un primer momento parece que no va a hacer nada por defender a su cliente, pero luego expone unos argumentos lúcidos y sensatos. Según él, nadie está autorizado a condenar a muerte a otra persona; tan sólo el Estado puede hacerlo. Por eso propone entregar al homicida a la Policía. Ejecutar a alguien que está enfermo y que no es responsable de sus actos sería una temeridad –el estudio de la responsabilidad y de la culpabilidad da mucho de sí–. Distingue entre justicia y venganza, dos conceptos que en ocasiones se parecen tanto. Representa la voz del sentido común, que a menudo roza la frialdad, frente a la calidez de las emociones del tribunal popular. Fritz Lang se posiciona claramente de lado del abogado, y por eso al final la Brigada irrumpe en el improvisado Juzgado.
El debate ético que suscita ‘M, el vampiro de Düsseldorf’ sigue presente en la actualidad, quizá más que nunca. Buena muestra de ello es la polémica Ley del Menor. ¿Qué hacer con los perturbados que constituyen una amenaza para la sociedad? La Democracia es un sistema político débil que ampara a los malhechores, precisamente porque siempre confía en su rehabilitación, cuando no siempre es posible. Con más frecuencia de la deseable la Justicia no actúa hasta que se ha consumado la tragedia. Los avisos no sirven de nada, como se demuestra en los casos de malos tratos. Habría que tener clara una idea, y a partir de ahí edificar el armazón legal : vale más la vida de la víctima que la del verdugo. También habría que preguntarse: ¿merece la pena vivir con la conciencia manchada o sin conciencia? Sin autoridad sólo puede haber anarquía. La fuerza se hace imprescindible en situaciones extremas. No obstante, toda persona merece un juicio justo, y eso es lo que querían negarle a Hans Beckert.
Óscar Bartolomé