Había huido al campo para mantenerse alejada del ruido. Se hallaba sola, en mitad de una hondonada. Una inefable alegría se había instalado en su corazón. No quería preguntarse a sí misma cuál era la razón. Tiempo atrás había estudiado con ahínco hasta el más nimio motor de su engranaje, pero ahora se daba cuenta de la futilidad de la introspección, de su poco sentido práctico. Verdad es que era de suyo perspicua, mas estaba ahíta de inundar su cabeza con problemas que, en realidad, sólo lo eran cuando se los traía a colación.
Elevó la vista y se apercibió al punto del celaje. “No tardará en llover”, se dijo para su capote. Era éste un deseo, no una imprecación. De niña solía adentrarse en el bosque, no sin cierta temeridad, sólo para bailar en compañía de la lluvia. Tenía un espíritu montaraz, y unos instintos acendrados de clara naturaleza animal. Era aquél un alma prístina.
En tal entorno, lo primero que hacía era aspirar el aire con fruición, abriendo levemente las aletas de su nariz. Henchía sus pulmones de suerte que sus pechos cobraran una voluptuosidad inusitada. De este modo, se presentaban como dos torvos minaretes que desafiaban con su lozanía a los elementos. Se sentía dichosa, y no podía reprimir una sonrisa cuando brotaba de forma espontánea este gesto inveterado.
Las primeras gotas de lluvia se deslizaron
a través de su faz. Un visaje de profunda satisfacción
se dibujó en sus labios. Deseaba con vehemencia que
el agua tejiera una frondosa pátina de aljófar
sobre su cabello, así que no pudo menos que recoger
su guedeja con ambas manos, reclinando su cabeza y recibiendo
al instante el beso suave y delicado de la lluvia.
En aquella situación su veste era una rémora,
por lo que se despojó de ella. Quería sentir
el omnímodo abrazo en su tersa piel de alabastro.
Sus pequeños pies desnudos se movían impetuosamente sobre la hierba. Giraba sin cesar en círculos concéntricos con los brazos en aspas. El tiempo se había detenido. El sosiego adormecía su conciencia.
Tan abstraída estaba, imbuida de una felicidad inextricable, que no reparó en que un cambio se había producido a su alrededor. De pronto se quedó inmóvil cuando columbró a diez pasos de donde se encontraba a un ser que debía de ser producto de su imaginación, febril y ávida en ese momento. Había dado tantas vueltas que las sienes le vibraban. Pero no, no era un ensalmo. Había apartado de su cara los mechones dorados que le impedían ver con nitidez, y “él” seguía allí, erguido, imponente. Era varón, sobre eso no había duda, mas ni aun en sus sueños había tenido una visión así. Era muy alto y esbelto, de piel nívea, con unas facciones egregias, áureas, y, lo más sorprendente, unas alas largas y ebúrneas que salían de sus omóplatos. Estaba desnudo, y, no obstante la parálisis que le constreñía, no pudo evitar fijarse en su miembro viril. Era un ángel, pero no asexuado.
Los dos se miraban de hito en hito, sin atreverse a dar un paso. Estudiaban a través de los ojos del otro las sensaciones que cruzaban por su mente. Finalmente, él avanzó, con paso seguro. Empero, se detuvo a poca distancia. Entonces, se arrodilló, hincando una rodilla en el suelo. Sin saber cómo, pues hasta ese momento estaba petrificada, ella se acercó y posó sus manos en los hombros de él. La sensación era cálida, a pesar de que hacía frío.
Él elevó su mirada, la cual había permanecido baja. Sus ojos despedían llamas de amor. Durante una fracción de segundo, ella se vio reflejada en sus pupilas. Lo que allí conoció hizo que sufriera un vahído. Él era el ángel caído, y las gotas de lluvia eran las lágrimas de Dios, que lloraba porque deseaba a aquella mujer que no podía poseer, mientras que Luzbel, a quien expulsara de su Reino, la hacía suya.
Al notar que se desmayaba, la sostuvo en sus brazos poderosos y la cubrió con sus luengas alas. Al entrar en calor, toda vez que la lluvia había amainado, ella se llevó una mano al pecho y se lo ofreció para que bebiera la leche purificadora.
Óscar Bartolomé