Sobre El Parnasillo

Jean-Pierre Jeunet es uno de esos pocos directores que tienen un estilo visual tan definido que basta con ver unos segundos de una sus películas para reconocer al instante su autoría. Este toque mágico, o marca de autor, es un don inestimable que distingue a aquellos realizadores dotados de una imaginación desbordante y nada convencional. Los cineastas que destacan por tener un universo creativo propio e inimitable, entre los que cabe mencionar a David Lynch y Tim Burton, se caracterizan por hacer valer la intuición antes que la razón, el bombeo del corazón antes que la sinapsis cerebral.
Como demostró con ‘Amélie’, filme que penetró incluso en las almas más duras merced a su derroche de fantasía y ternura, la principal baza de Jeunet está en los sentimientos que apelan directamente al coeur. Él mismo sabía de antemano lo difícil que iba a ser superarse después del éxito precedente, pero con ‘Largo domingo de noviazgo’ dio un paso más en su búsqueda de la belleza.
La película está basada
en la novela homónima de Sébastien
Japrisot, que el director leyó y admiró
cuando ni siquiera había rodado ‘Delicatessen’,
el filme que le valió los primeros reconocimientos.
Desde
el primer momento manifestó un vivo interés
de llevarla al cine, pero había un obstáculo
insalvable que se lo impedía: los derechos del libro
estaban en poder de la Warner Bros., quien se mostraba renuente
a cedérsela a un cineasta desconocido para el gran
público que, además, quería rodarla en
francés. Así pues, hasta que no se hizo un nombre
en el mercado estadounidense con ‘Amélie’
no consiguió su propósito.
Lo que más le gustaba a Jeunet de la novela era la mezcla de inocencia y fantasía en una época azotada por el vendaval de la Primera Guerra Mundial. El retrato del París de los años 20 era algo que le atraía sobremanera. De otro lado, la fe a prueba de bombas de Mathilde en la supervivencia de su prometido Manech, ajusticiado por un tribunal de guerra tras autolesionarse y al que todos dan por muerto, aportaba a la historia ese componente de romanticismo tan necesario para que todo el engranaje echase a rodar.
Debido a que se trataba de una novela epistolar, hubo que introducir sustanciales modificaciones para adecuarla a la narrativa cinematográfica. Como señaló su director, “conservamos algunas cartas, pero las poetizamos visualmente y transformamos muchas de ellas en encuentros reales entre Mathilde y la otra persona. En las películas, necesitas un poco más de eficacia y espectáculo sin pasarte. También aproveché la oportunidad (no podía resistirme) de introducir algunas de mis ideas personales en el proceso. Digamos que Mathilde es un poco más activa en la película y pasa menos tiempo leyendo que en el libro”.
Otro cambio significativo es que mientras
que en la novela la protagonista está en silla ruedas,
en la película sufre una cojera provocada por una poliomielitis
contraída durante su infancia. La invalidez del personaje
principal habría hecho demasiado pesada de la película,
con el inconveniente añadido de que habría dificultado
en sumo grado la producción.
A más de esto, tanto la poliomielitis como la gripe
española, enfermedad que se menciona de rondón,
causaron verdaderos estragos durante aquella época
(de hecho, la mal llamada gripe española se llevó
a la tumba a más víctimas que la guerra), razón
por la cual, más allá de la idoneidad de estas
sustituciones, se contribuyó a la ambientación.
Japrisot, consciente de las diferencias entre literatura y cine, dio su aquiescencia a Jeunet para que la adaptara a su voluntad, confiando plenamente en su criterio. Sólo puso una condición: leer el guión una vez estuviera terminado. Por desgracia, no llegó a ver cumplido su deseo ya que falleció una semana antes de que estuviese concluido. Como es comprensible, su deceso fue un duro golpe para el cineasta que durante tanto tiempo había incubado el sueño de convertir su libro en imágenes.
Para iniciar este nuevo reto contó
con gran parte del equipo técnico y artístico
que le había acompañado desde sus inicios. Sin
duda, la piedra angular era la actriz que interpretaría
a Mathilde. Para Jeunet ésta no podía ser otra
que la bella Audrey Tautou,
auténtica revelación de ‘Amélie’:
“Cuando leí el libro
por primera vez, me pregunté quién podría
interpretar a Mathilde, pero no se me ocurría nadie.
Cuando conocí a Audrey, pensé inmediatamente:
‘Aquí está Mathilde, justo delante de
mí’”. Con
su mirada límpida e inmaculada irradia esa inocencia
que requería el personaje. A su cara seráfica
añadió un gesto de circunspección y de
firmeza propias de quien sólo tiene una meta en la
vida; sin perder por ello, aunque poniéndola en sordina,
eso sí, la enigmática y cándida sonrisa
que le aupó al panteón de las beldades cinematográficas
de nuestro tiempo.
El otro protagonista de la historia, Manech, lo interpretó el joven actor Gaspard Ulliel, quien previamente había intervenido en ‘Fugitivos’, de André Techiné. Su rostro también transmite ingenuidad y bonhomía, por lo que se acopló bien a la personalidad de Audrey Tautou (aunque, en honor a la verdad, no comparten muchos planos). Jeunet lo definió de esta manera: “Gaspard tiene algo especial. La cámara lo adora. Es un loco, pero tiene un gran sentido de la oportunidad y siempre encuentra el tono justo. Es absolutamente mágico. Él y Audrey hacen una pareja ideal, ambos inocentes y románticos, la misma pareja cuya historia de amor domina la película”. Gracias a su actuación en ‘Largo domingo de noviazgo’ ahora está probando fortuna en Hollywood con ‘Young Hannibal: Behind the Mask’, la precuela (otra más) de ‘El silencio de los corderos’, donde encarnará a un Aníbal Lecter imberbe pero presumiblemente tan sádico y gourmet como de costumbre.
Jeunet reservó un pequeño papel para Jodie Foster, alrededor de quien gira una enrevesada historia de amor y celos entre dos amigos y combatientes que idean una genuina forma de librarse del frente.
Del resto del reparto merece la pena
reseñar a Dominique Pinon, actor fetiche de Jean-Pierre
Jeunet, con quien ha trabajado en todas sus películas,
inclusive en su fallido salto al otro lado del charco con
‘Alien: Resurrección’. Para aquella película
también contó con el grandullón Ron Perlman,
otro
de esos actores de fisonomía inconfundible que tan
bien se amoldan a sus pintorescos y entrañables personajes.
Él fue el atlante que cargó sobre sus hombros
con el peso de la deliciosa ‘La ciudad de los niños
perdidos’.
En la escritura del guión le ayudó Guillaume Laurant, quien ya había colaborado con él en ‘Amélie’. La narrativa y el montaje de ‘Largo domingo de noviazgo’ son dos de sus puntos fuertes. Como suele ser habitual en el cine de Jeunet, primero se nos muestran los cinco condenados por consejo de guerra, caminando cabizbajos por el fango de la trinchera, y a continuación un montaje acelerado formado por breves insertos nos resume esquemáticamente sus vidas y nos cuenta cómo han llegado hasta esa situación. Un humor negro, donde siempre el azar juega a los dados, lo empapa todo, como el soldado que, al intentar matar a una rata con la culata de la pistola, se pega accidentalmente un tiro en la mano y al punto es acusado de cobardía por infligirse una herida. Incluso el nombre del sector donde se ubica la trinchera, Bingo Crepúsculo, invita a la risa.
La película se desarrolla tanto en tiempo presente como en pasado. Los abundantes flashbacks desmenuzan la historia de amor de Mathilde y Manech, así como otras subtramas paralelas que guardan relación con las pesquisas de la protagonista en su inagotable búsqueda de su amado. Muchas de estas analepsis son imágenes en blanco y negro que remedan las rudimentarias fotografías de la época, y que están engarzadas de forma documental. El espectador está obligado a prestar suma atención a esa copiosa información entreverada de nombres y lugares si no quiere perderse.
Una voz en off omnisciente y extradiegética tira del hilo de los acontecimientos, permitiéndose adentrarse en los pensamientos de los personajes. El narrador empírico está presente en toda la obra del director galo.
En ‘Largo domingo de noviazgo’ conviven varios de los tics de su autor, tanto para lo bueno como para lo malo. En un lado de la balanza está ese idealismo de aroma romántico conjugado en futuro condicional (Mathilde piensa: “Si el revisor del tren llama a la puerta antes de entrar en un túnel, Manech está vivo”); y en el otro lado, esas boutades que se aproximan a lo escatológico (“Perro pedorro, bueno en ahorros”, en alusión a un perro de nombre Garbanzo aquejado de un meteorismo galopante). A mitad de camino estarían todos esos artilugios, cachivaches y utensilios varios que pueblan su abigarrada y colorista obra. En ‘La ciudad de los niños perdidos’ eran la escafandra, los visores de los cíclopes y el órgano que ponía en acción a la pulga venenosa. En ‘Amélie’ eran los cosmopolitas gnomos y las figuras de animales parlanchines. En ‘Largo domingo de noviazgo’ son la prótesis manual de madera, el guante carmesí con motas blancas y la silla de ruedas.
Con todo, el mayor aliciente que tienen
las películas de Jean-Pierre Jeunet son sus chispeantes
burbujas de surrealismo marcadamente candoroso e infantil.
En ‘Largo domingo de noviazgo’ hay varios ejemplos,
a cual más enternecedor. Uno de ellos es la tuba que
toca Mathilde, porque es el único instrumento cuyo
sonido recuerda a una señal de auxilio. Lo
que para otros podría tratarse de un ruido ensordecedor,
para ella es un dulce gorjeo, pues el sonido de la bocina
de un barco le recuerda al faro, y éste a su vez le
trae a la memoria a Manech, ya que en el faro transcurrieron
los mejores momentos de su infancia. El faro, por otra parte,
es el símbolo de la esperanza, la luz en mitad de la
noche, la salvación para una nave a la deriva.
También es inolvidable el desnudo apenas vislumbrado a la titilante luz de las cerillas, en un improvisado y excitante juego de las prendas que los amantes practican antes de tener su primera experiencia sexual.
La poesía de Jeunet respira hondo en la imagen de los enamorados acostados después de haber consumado el acto, con la mano de Manech posada en el pecho de Mathilde, la misma mano que años después expondrá a la puntería de los francotiradores alemanes, causándole una herida que latirá en código Morse, como el corazón de su amada.
No menos poético es el juego polisémico del albatros, primero como el ave marina que otea desde el cielo sus efluvios amorosos, luego como el biplano alemán que hiere de gravedad a Manech, y finalmente como el exquisito poema de Baudelaire. Otra figura retórica que canaliza su amor es el acróstico de las tres emes (Manech aiMe Mathilde), que el primero esculpe a golpe de buril en la campana y que, durante su pavorosa estancia en tierra de nadie, graba en la corteza de un árbol antes de ser alcanzado por el fuego enemigo.
Un acierto de Jeunet es no dar de golpe toda la información, para mantener en vilo la atención del espectador y para incentivar el factor sorpresa. Primero muestra un destello y hasta más tarde no enseña las cartas. Así hace con el albatros y las MMM, un mensaje cifrado que sólo Mathilde conoce, exactamente el mismo procedimiento utilizado en la carta que ella trata por todos los medios de descifrar.
Cuando me refería a la marca
de autor pensaba, no ya sólo en el fragmentario montaje
y en los estrafalarios caracteres, sino también en
la fotografía. Todas las películas de Jean-Pierre
Jeunet, incluida, por supuesto, ‘Largo domingo de noviazgo’,
se distinguen por el uso de filtros ocres, lo que les confiere
una estética cercana al cómic. En
este filme, por ser bélico, también se utiliza
un filtro azul metálico, el más apropiado para
las secuencias de guerra. El director de fotografía
es Bruno Delbonnel, con quien había hecho sus cortometrajes,
así como ‘Amélie’. Uno de los planos
más logrados es ese travelling hacia atrás que
muestra a los soldados franceses calando las bayonetas en
los fusiles antes de iniciar la carga suicida. Quizá
lo más reprochable desde el punto de vista técnico
sea el abuso de planos aéreos, en especial cuando filma
los trenes y el faro, creado en buena medida con efectos digitales.
Aunque las tomas cenitales sean muy bellas, nunca está
de más aplicarse el ne quid
nimis.
Para recrear la guerra de trincheras Jeunet se inspiró claramente en ‘Senderos de gloria’, de Stanley Kubrick, a la que homenajea con varios planos subjetivos donde casi se puede intuir la presencia del coronel Dax (Kirk Douglas) recorriendo las hileras de soldados. ‘Largo domingo de noviazgo’ también contiene un alegato antibelicista, cuestionando el mando de órdenes y los consejos de guerra. ‘Sin novedad en el frente’, de Lewis Milestone, fue su otra gran influencia.
Para la banda sonora contó con un primera espada, Angelo Badalamenti, a quien conocía de ‘La ciudad de los niños perdidos’. Sus composiciones rayan a gran altura, y aportan su granito de arena al romanticismo de la película. Destaca la pieza ‘Mathilde’s Theme’, un dechado de pasión y sensibilidad. Jeunet se declara ferviente admirador del compositor americano: “Me encanta la música que escribió para las películas de David Lynch, como ‘Carretera Perdida’ y ‘Mulholland Drive’. Cuando estábamos montando las escenas iniciales poníamos esa música, y funcionaba de maravilla. Sus composiciones, que son muy líricas y emotivas, pero sencillas, me resultan sencillamente irresistibles”. Badalamenti, por su parte, no vaciló en aceptar el encargo del realizador francés: “Luego me envió una versión no definitiva de la película, que me resultó suficiente para componer temas para los personajes. En el caso de Mathilde, me emocionó su sufrimiento, su belleza, su valor y su perseverancia, y creé un tema basado en una pauta de cuatro notas, que era muy sencillo pero que conmovería a la gente”.
Por todo lo dicho, ‘Largo domingo de noviazgo’ es mucho más que una película bélica; es una bonita historia de amor que se mueve entre la esperanza y el desasosiego y que se enmarca en un contexto tan turbulento e inestable como los mismos sentimientos que estremecen nuestro cuerpo.
>Óscar Bartolomé