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Aforismo

Literatura

Media naranja

La amé desde siempre, porque el tiempo en que aún no nos habíamos encontrado, no existía para mí. De modo que me parecía inconcebible la vida sin su presencia. Nadie puede adivinar el grado de complicidad que nos unía. Era algo casi telepático. A veces me sorprendía formulando un pensamiento, -tomar un vaso de agua de encima de la mesa, por ejemplo-, y apenas se había terminado de cuajar en mi mente cuando ya sus manos me lo ofrecían.

Con el paso del tiempo, la mayoría de las parejas maduran y, a veces, los intereses, ilusiones y expectativas del uno no coinciden con las del otro. No fue nuestro caso. Nunca tomamos un camino divergente. Su voluntad era la mía, y la mía la suya.

No era hermosa para nadie, salvo para mí. Mi madre no podía reprimir un gesto de desagrado, casi de repulsión al vernos. Cojeaba ligeramente, y yo adaptaba mis movimientos a su balanceo. Sabía que éramos una extraña pareja, que provocábamos, si no la risa, el estupor. Por eso, nos aislamos del mundo y vivíamos en nuestra maravillosa soledad, sin echar de menos nada del mundo exterior.

Y nunca sentíamos la soledad, porque nos bastábamos. De noche, en la cama, sentía su cuerpo junto al mío, tomaba su mano y así permanecíamos hasta que los latidos de nuestros corazones se sincronizaban. Supe así, antes que los médicos, que algo fallaba en el suyo. Supe que ahí estaba el punto débil, lo único que haría que nos separáramos.

Mi madre, al saberlo, lo intentó. Decía que no podía estar siempre con aquella rémora pegada a mí, que acabaría por chupar toda mi energía vital, y empecé a odiarla por ello. Porque nunca entendió.

Entonces hubo una época de terror, en la que me negaba a cerrar los ojos, por miedo a que la muerte me la arrebatara durante el sueño. Y empecé a pensar en el modo de que, si aquello sucedía, tuviera preparado algo para seguirla en su viaje. Pero ella se aferraba a la vida y me obligó a mí a vivir, por ella, superando mi miedo al terrible desamparo que se apoderaría de mí sin su presencia. Y la burbuja que nos aislaba se hizo más espesa, nos enquistamos diría yo, y así transcurrió el tiempo.

Y una noche bajé la guardia. Y vino la muerte, y ante mis ojos cerrados se la llevó. Su corazón dejó de palpitar y el mío siguió latiendo. Por la mañana, me despertó el frío de su mano rígida entre la mía. Y pensé quedarnos así, inmóviles, hasta que yo pudiera alcanzarla.

Pero la Naturaleza es tan injustamente sabia...Al cabo de tres días no tuve más remedio que incorporarme con trabajo, tomar su cuerpo rígido que ya comenzaba a reblandecerse, y arrastrarlo conmigo hasta la calle, afrontar el horror de los vecinos , la curiosidad de la Prensa, el interés científico de los médicos.

Salí del quirófano, sin ella, sin mi hermana. Ahora oigo decir en todos los informativos: “Por fin, la siamesas que compartían la cabeza, han sido separadas con éxito, tras la muerte de la que tenía el corazón más débil. Ahora, la superviviente, podrá llevar una existencia normal, iniciar una nueva vida”

La psicóloga que me trata se empeña en que no éramos dos, ya que había un solo cerebro. Me intenta convencer de que “aquello”, la hermana de mi alma, no era más que un apéndice de mí, que yo la inventé. Pero también pudo ser “ella” la que me inventara a mí, y yo haberle usurpado su mente aprovechando la fortaleza de mi corazón.

Estoy confusa y sola. De noche, alargo mi mano y encuentro el vacío. Mi cabeza deformada se bambolea al andar, y a veces creo que mis únicas dos piernas no son suficiente apoyo. Tengo que aprender a caminar sola. Si, supongo que hay muchas cosas que deberé hacer ya irremediablemente sola.

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Arizaa

Sobre El Parnasillo

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