Sobre El Parnasillo

Cada vez es más habitual en los foros culturales toparse con un creciente fenómeno que yo he bautizado como papanatismo cultural e intelectual, y que consiste, en pocas palabras, en un culto desmesurado a lo desconocido. Según propugna esta corriente de nuevo cuño, lo que es universalmente conocido no merece ser tenido en cuenta y es vulgar por definición, mientras que lo raro, aquello a lo que sólo tres mentes privilegiadas tienen acceso, es lo único digno de consideración.
La rareza, auténtico motor del papanatismo, presenta algunas variantes. Lo que hace que una obra sea rara puede ser su escasa difusión, su exótica procedencia, su modesta elaboración o las tres cosas a la vez. Éste es el caso de las películas del director de origen tailandés Apichatpong Weerasethakul, muy alabadas por todos los papanatas, que indefectiblemente se sienten atraídos por su nombre impronunciable y por proceder de una cinematografía ignota en Occidente. Poco importa que sus películas sean buenas o malas, que sacar a relucir ese nombre en una conversación queda muy cool. En el extremo opuesto, pronunciar el nombre de Steven Spielberg es poco menos que una blasfemia, porque es de todos conocido, y para un papanatas sus películas siempre serán malas por venir de quien vienen.
Salta a la vista que lo que mueve a los practicantes de este culto es un aire de distinción que les hace diferentes -y superiores, claro está- al resto de los mortales. No puede haber papanatas que no sea de suyo engreído y petulante, y que trate con desprecio a quien considera que no está a su altura; es decir, a casi todos. En un debate siempre aportará más descalificaciones que argumentos, queriendo dejar bien a las claras que él está por encima de controversias y razonamientos con personas cortas de entendederas.
Para los papanatas la sociedad se divide en dos estratos: la élite cultural de la que ellos forman parte y todos los demás, la chusma, con la que es preferible tener poco trato, salvo cuando éste presente alguna ventaja. Eso sí, cuando se vean en la necesidad de tratar con el rebaño, siempre le mirarán por encima del hombro, para recordarle al borrego quién es el pastor y quién el borrego.
El hábitat natural del papanatas son los cenáculos literarios, cineclubes, ateneos y demás escenarios donde se fomenta la cultura, escenarios donde puede dar rienda suelta a su inagotable sapiencia para admiración y pasmo del resto de contertulios, que a la fuerza han de venerarlo como a un ídolo -con pies de barro-.
El buen papanatas se caracteriza por mostrar un altivo desdén hacia todos los autores y obras conocidas, aunque en realidad sólo sean conocidas para una minoría. Un papanatismo exacerbado nos llevaría a la peregrina hipótesis de que Kafka sería mejor escritor si su albacea, Max Brod, plegándose a sus deseos, hubiera condenado su obra al olvido. Asimismo, nos conduciría a la disparatada conclusión de que las obras que no han visto la luz o que se han perdido en la vorágine de los siglos son mejores que las que han llegado hasta nuestros días.
Cuando un autor pasa de ser un perfecto desconocido a una celebridad, entonces pierde ipso facto el beneplácito de los papanatas intelectuales, que desde ese mismo instante denigrarán todas sus obras, incluidas las que antes aplaudieron. Llegados a este punto, argüirán con ademanes airados que el autor se ha vendido a la industria y que con ello ha renunciado a su integridad.
Eso mismo acaba de sucederle al grupo de rock neoyorquino Interpol tras la publicación de su tercer elepé, ‘Our Love to Admire’, con el sello discográfico Capitol Records. Algunos fans no le perdonan que haya abandonado el modesto sello Matador Records, para el que publicó sus dos discos anteriores, y ahora la toman con su nuevo trabajo, cuando a todas luces es el más elaborado de los tres. En el mundo de la música, como en todos los demás, quien no vende es porque no puede, no porque no quiere, y la etiqueta de independiente o alternativo luce mucho en determinados ambientes presuntamente contraculturales, pero no deja de ser un reclamo publicitario como otro cualquiera.
En el ámbito del cine, directores orientales de la talla de Wong Kar-wai, Kim Ki-duk o Park Chan-wook nunca estarán tan bien considerados para un papanatas como un Hou Hsiao-hsien, y ello no porque sean peores, no, sino porque tienen mayor proyección internacional y ganan premios en festivales europeos. La fama es una hidra de doce cabezas y el éxito una perra-diosa, vale, pero ganarse el reconocimiento de los demás es un sentimiento muy humano del que nadie está libre, porque ¿a quién no le agrada que le regalen el oído de vez en cuando? La vanidad es un hornillo que necesita que le echen carbón para la perfecta combustión de la autoestima.
Los papanatas intelectuales olvidan que la cultura es una mercancía y que, como toda mercancía, está destinada a un mercado donde aspira a ser vendida y a obtener con ello unos beneficios. También pasan por alto que los que se dedican a la cultura necesitan, como todo hijo de vecino, unos ingresos para poder sobrevivir. El arte no es incompatible con la economía de mercado, y trabajar por encargo no es ningún desdoro. Mozart componía por encargo del arzobispo de Salzburgo, primero, y del emperador José II de Austria, después, y Billy Wilder rodaba películas para la Metro Goldwyn Mayer, sin que ello implicara merma alguna en la calidad de sus obras.
Óscar Bartolomé