Una Nochebuena de antes
Los cinco muchachos entraron al templo, ya rebosante de gente, con paso vacilante que ellos creían firme. Las lámparas de forja que, a trechos, jalonaban la nave central, estaban encendidas, sin permitir ningún resquicio a la intimidad. Incluso las capillas laterales, habitualmente en penumbra, dejaban escapar fulgores de horno babilónico precursor de Mauthausen. Resplandecían las filigranas barrocas revestidas de pan de oro del Altar Mayor, las coronas de latón de vírgenes y santos y las cabelleras y túnicas de los ángeles que, con sus alas extendidas, flanqueaban protectoramente ambos lados del Sagrario.
Los jóvenes avanzaron, como cegados, hasta la última fila de los atestados bancos, ignorando las miradas reprobatorias de las mujeres, comprensivas de los hombres y discretamente divertidas de las niñas de familia, sentadas entre ambos progenitores como el decoro imponía.
D. Mariano, el párroco, suspiró. Todos los años se montaba el mismo número, a cargo de los mozos que habían entrado en quintas. El patriótico trámite –una especie de “puesta de largo” masculina- marcaba el inicio de las salidas después de la cena. Y ese “debut dans la vie”, ese bautismo de vino, esa iniciación ritual en los misterios de la noche, tenía lugar precisamente en Nochebuena. ¡Y qué entusiasmo de neoconversos ponían los condenados en el culto a Baco!
La Misa del Gallo iba transcurriendo con aparente normalidad. Había cierta descoordinación motora en los ademanes de nuestros amigos a la hora de arrodillarse o alzarse, algún hipo extemporáneo y un gracioso tartajeo en los “et cum spiritu tuo”. Por ello, algunas cabezas se volvían a hurtadillas desde los bancos delanteros, y discretos codazos y expresivas miradas de reojo llamaban la atención de los vecinos más absortos y embebecidos, que rompían así su conexión con un Más Allá ultravirtual.
Llegó el momento final, cuando un Niño Jesús de escayola es ofrecido a la adoración de los fieles que ordenadamente salían de sus asientos y formaban una larga fila. El monaguillo, con gesto mecánico, limpiaba a cada beso las rodillas del Niño con un pañuelito de encaje. Nada de particular: un moco decembrino que aprovechó la inclinación de cabeza para deslizarse por el tobogán del tabique nasal, un resto de carmín de alguna dama que no supo medir las distancias, el churretón de saliva de un chiquillo que besó con voraz pasión inocente...
Por fin, la hilera fue menguando y sus últimos coletazos avanzaban por la mitad delantera del pasillo. Muchas cabezas se volvieron hacia los cinco chicos, de pie, encajados entre el último banco y la pared. Por tanto, no tuvieron más remedio que abandonar su punto de apoyo e incorporarse a la fila. Avanzaron uno tras otro, mirando con fijeza al suelo y procurando no salirse de la raya que dibujaban las losas de mármol amarillento, con el mismo garbo del Espantapájaros y el Hombre de Hojalata en su peregrinación a la Ciudad de Esmeralda.
Y tras el “ite, misa est” salvador, regresaron con aire contrito a sus casas, donde se cierra esta historia con un epílogo más profano, más visceral, si me permitís decirlo así. Ya que sus vírgenes estómagos, bastante repuntados hasta entonces, se declararon en huelga de celo peristáltico, propiciada por el calor de las sábanas.
¿Qué voy a contaros que no sepáis ya, so tunos?
Sólo agregaré un detalle, para haceros notar que la mala yerba de la crueldad y el sadismo puede crecer hasta en el amante corazón de una madre. Y es que la mía, la nuestra, a cada productiva arcada de mi infortunado hermano, y sabedora del efecto demoledor de la “palabra clave” sobre su maltrecho organismo, le insinuaba con insidioso y maligno acento:
-Hijo mío... ¿no quieres un poquito más de “vino” ?
Arizaa