Solicitamos su permiso para obtener datos estadísticos de su navegación en esta web, en cumplimiento del Real Decreto-ley 13/2012. Si continúa navegando consideramos que acepta el uso de cookies. OK | Más información

Aforismo

Opinión
Boleto de la lotería de Navidad, con el actor inglés Clive Arrindel, conocido popularmente como "el calvo".

El sorteo de Navidad

Viendo las imágenes con que cada año nos deleita la televisión a raíz del sorteo del Gordo cabría preguntarse si el azar está de lado del más tonto. Yo espero todos los años con ansiedad a que llegue ese día inolvidable en que los niños de San Ildefonso, antaño huérfanos de progenitores, que no de dádivas y felicitaciones, gorjean los números premiados con el soplo de un Zeus glabro; mas esta espera no responde, como suele ser lo habitual, a un anhelo depositado en un décimo de lotería (pues yo no juego), sino, más bien, a un inconfesable deseo de ver la clase de individuos que obtienen la justa recompensa a su tesón y entrega (de la faltriquera, se entiende). En este artículo pretendo hacer una clasificación de tales sujetos, que son una representación a escala reducida del carácter típicamente español, o hispano, por eso de que no está bien cerrar las fronteras.

Algo que se repite cada año sin excepción, con independencia de la cadena de televisión que estemos viendo, es esa turba de orates gesticulantes que hacen monerías profesando su devoción hacia el décimo agraciado cual si depositaran exvotos en una hornacina. Parece que cuando se reciben unas albricias traducidas en un aumento de la cuenta corriente es de obligado cumplimiento, so pena de ser tildado de aburrido y cantamañanas, hacer el gilipollas de una forma harto ridícula (para quien lo ve desde la sobriedad y el sentido común, claro). Antes de ponerse a bailar como un sioux alrededor del fuego sagrado, o como un enfermo aquejado de fiebres tifoideas con retortijones estomacales, conviene, para que el circo no se quede en casa, buscar ipso facto, con la velocidad del Wendigo (para eso ayuda mucho el baile de San Vito), una cámara de televisión (si es de una televisión nacional, mejor) que muestre a todo el país (¡qué digo país, mundo!) la explosión irrefrenable de alegría que acompaña a tan grata noticia. Se puede decir que el sorteo de Navidad es la única ocasión en que el periodista no necesita salir a buscar la noticia, ya que son los propios hechos noticiosos los que se presentan ante él.

Una cámara de televisión es para un ganador de lotería como una fusta para un caballo: responde a su estímulo como impelido por un resorte. Es común ver a una periodista (no me explico por qué, pero por lo general suelen ser mujeres las que cubren estos actos) delante de la cámara que espera que le den la orden de hablar, y detrás de ella una caterva de energúmenos pertrechados por todo tipo de instrumentos ruidosos, como si se dispusieran a amedrentar al enemigo y expugnar su fortaleza. Indefectiblemente, uno de estos asaltantes sostiene un atabal de enormes dimensiones (más o menos del tamaño del que aporrea el troll que asedia Minas Tirith; eso sí que es un alarde, y no el de Irún) . Eso nunca falla. No hay trápala que no tenga una poderosa percusión detrás, de la misma manera que no hay bodoque al que no le guste el ruido. Como da la casualidad de que los premios suelen repartirse a menudo por Levante, donde hay un inveterado culto al petardeo, los concertistas son duchos en el arte de la fuga, por lo que el yunque y el martillo trabajan como en una fundición de Altos Hornos.

No hay celebración que no esté acompañada de una o varias botellas de cava. Me imagino que en Cataluña habrá empresas que se estén haciendo de oro a costa del Gordo (no creo que noten mucho las pérdidas derivadas del boicot de Madrid, consecuencia directa de las boutades de ese alfaquí que es Carod Rovira). Por definición, el tocado por la Fortuna es desaseado y maloliente. Siempre se les ve descorchando una botella para acto seguido ungirse la cabeza de líquido espumoso. Uno piensa que quizá lo hagan para despejarse, a causa de la conmoción inherente a tan impactante nueva, o puede que sea una forma de bautizarse a la minoritaria y poco accesible religión del peculio (y no pensaba en la Cienciología, no). La indumentaria de estos sujetos es digna de mención. Al verlos da la impresión de que han salido de casa a todo correr con los borceguíes y los gregüescos puestos, de lo mal vestidos. No faltan los chándales desvaídos de puro viejos combinados con camisas de vivos colores, probablemente adquiridos en alguna tienda de souvenirs de Marbella, cuna de la elegancia. El peinado también me llama la atención. Los jóvenes que brincan como cervatillos sin perder de vista la cámara lo llevan al modo “pastillero”; es decir, para entendernos, como Andy y Lucas, esos vates de la más excelsa poesía autóctona.

Las pocas frases inconexas que son capaces de articular estos beodos “afortunados” cuando el periodista de turno les pregunta cómo se sienten (la pregunta de marras también es de juzgado de guardia) no tienen desperdicio. Unos dicen que compraron el décimo ganador gracias a su fina intuición, como si el azar admitiera un componente de habilidad. La estupidez discurre mucho para atribuirse méritos cuando no los hay. También hay quien arguye que eligió el número agraciado porque le parecía bonito o bien feo, a gusto del consumidor, que la percepción de la belleza no es igual para todos. Me pregunto qué opinaría Pitágoras del aspecto físico de los números, o si alguna vez organizó un pase de modelos en alguna de sus teorías. Por último, no falta el mastuerzo que declara sin rebozo que lleva veinticinco años siendo fiel a tal número (tiempo más que suficiente para cumplir las bodas de plata), cuando de seguro que a su parienta le pone los cuernos siempre que puede.

De todo este guirigay callejero, lo que más repulsión me produce es ese gatuperio de seres anónimos e insignificantes que aprovechan la ocasión de tener una cámara cerca para bailar al ritmo que marca aquél que tiene el boleto de los millones en sus manos. Son como parásitos que se pegan a la piel del “afortunado” para mendigar una limosna. Sorprende ver hasta dónde llega la miseria y la mezquindad de la gente, lo que están dispuestos a hacer por un mendrugo de pan. Puedo entender que los propietarios de los bares donde se monta el jolgorio contribuyan a la jácara, pues obtienen pingües beneficios gracias a las típicas rondas que sufragan los, ahora sí, manirrotos y munificentes ganadores, pero los que pasan por allí y se unen a la fiesta tienen la dignidad más caída que las tetas de Morgana después de que Merlín la hechizase.

Hace poco he visto en televisión, al hilo de este hecho, que se ha publicado un libro que viene a decir que el 90% de los “afortunados” con el Gordo acaba endeudado al cabo de diez años. No me cabe duda de que el 10% restante se corresponde con aquellos individuos sensatos que eluden aparecer en televisión y hacer el ridículo. Extrapolando, se podría decir que ese mismo porcentaje vale para los que no nos sentimos identificados con la España de la juerga y la pandereta. ¿Quién es el afortunado aquí?

subir

Óscar Bartolomé

Sobre El Parnasillo

Accesos directos
El Parnasillo es una página cultural con un recorrido de más de 10 años donde podrás leer críticas cinematográficas y análisis fílmicos y de series de televisión.
Con el tiempo también fui dando cabida a otros géneros literarios como el relato, los aforismos y la poesía, hasta convertirse en la plataforma o revista multicultural que es hoy en día.