Sobre El Parnasillo

Supongo que cuando los hermanos Lumiére inventaron el cinematógrafo, allá por 1895, no pensaron en que sirviera para hacer cosas como ‘Lo que el viento se llevó’ (1939). A pesar de muchas películas modestas e intimistas, que son maravillosas y merecen los mejores elogios, lo cierto es que, según mi personal visión, el cine es un espectáculo. Por eso me gustan las películas que en su grandiosidad intentan tanto emocionar como impresionar al espectador.
‘Lo que el viento se llevó’, en teoría de Victor Fleming (aunque eso debe ser matizado más adelante), es una epopeya que en su ambiciosa grandeza, su enormidad, y si se quiere su exageración, encuentra las razones de su mitificación y sus legendarios 65 años. Esas titánicas proporciones solamente podían surgir del capricho personal de un productor con tantas ganas de éxito como de hacer buen cine, el prolífico David O. Selznick. La figura de Selznick es la que debe recoger los agradecimientos y el verdadero motivo de la realización de la película. Él fue el auténtico director de orquesta de todo el larguísimo y accidentado proceso de elaboración del film.
Cuando Margaret
Mitchell y su novelón empezaron a convertirse,
no sólo en populares, sino en todo un acontecimiento
social, la traslación del libro al celuloide estaba
cantada. Los avatares de Scarlett
O’Hara habían encandilado a millones de
personas por medio de la literatura.
Toda jovencita americana soñaba con ser la caprichosa
y guapísima heredera de aquella tierra inmortalizada
con el nombre de Tara. Y fue precisamente esta búsqueda
de Scarlett (Escarlata en nuestro país en una traducción
que, gracias a la costumbre, ha perdido su ridiculez) uno
de los más afanosos trabajos de Selznick. A pesar de
su todopoderosa figura, el productor no podía competir
con las grandes compañías (piénsese en
la MGM o la Paramount). Éstas tenían bien atadas
a sus estrellas, y sólo el arduo trabajo del productor
de Pittsburg, y la buena voluntad de sus amigos productores,
acompañada de una buena compensación monetaria,
ayudó a éste para realizar los castings destinados
a encontrar a su anhelada heroína. Se hacían
encuestas por todo Estados Unidos para que la gente opinase
acerca de su ideal de Scarlett, siendo Katharine Hepburn,
Bette Davis o Paulette Goddard algunos de los nombres que
más sonaron. Y a punto estuvo esta última, musa
de Chaplin, de hacerse con el “papel del siglo”,
como supongo se decía en los noticiarios de la época.
Sólo la inesperada llegada de una dama de alta cuna
británica le arrebataría el personaje en el
último momento. La carta que Selznick se sacó
de la manga no pudo ser más sonada. Una tal Vivien
Leigh, jovencita nacida en La India (aún colonia
de su muy Graciosa Majestad), y que había destacado
en varias películas inglesas, era la elegida para representar
la compleja personalidad de una señorita del sur más
clásico y tópico. Cuenta la leyenda que Selznick
vio la silueta de Vivien iluminada por el ficticio incendio
de Atlanta, una de las más memorables secuencias del
film, por cierto rodado a base de quemar algunos decorados
antiguos y desfasados (concretamente los de ‘King Kong’).
Así, Vivien Leigh fue la Scarlett que todos conocemos
y que a día de hoy se antoja irremplazable. Al menos,
a mí me es imposible imaginar otra actriz metida en
el mismo papel. El tiempo ha acabado uniendo a personaje y
actriz hasta el punto de hacerlas inseparables (de hecho,
Leigh, que tampoco hizo un número excesivo de películas,
es conocida por algunos únicamente por este papel).
Vivien,
hermosa y elegante, supo transformar su “prístina
belleza británica” en una maldad contenida, entremezclando
el capricho infantil con la más perversa ambición.
Para mí, su interpretación fue maravillosa.
Y si difícil fue encontrar a una Scarlett, mucho más sencilla fue la elección del principal rol masculino. Sólo había un Rhett Butler que el público aceptaría, “el King” Clark Gable; un tipo íntegro y un galán de los pies a la cabeza. A pesar de no poseer la estatura y corpulencia propias de un guerrero homérico, Gable supo transformar su imagen y algunos aparentes defectos (como sus famosas orejas) en todo un derroche de magnetismo y atractivo. Su sonrisa socarrona, irónica, y, tal vez, un punto pretenciosa y arrogante con el sexo femenino, se había convertido en intransferible marca de la casa. Tras hacer las gestiones necesarias, Selznick consiguió a la star de la Metro, quien, hay que decirlo, estaba aterrado con el papel, ante un posible fracaso que supondría el final de su laureada carrera. Tal nunca sucedió, y Gable pasó de la comedia al mejor registro del melodrama y la aventura. Convertido en todo un caballero del sur, sufrió de lo lindo para lograr los favores de Scarlett, pero se llevó de calle a las féminas del público, con tanta facilidad que resulta irritante decirlo. Sin embargo, Gable daría dolores de cabeza en el apartado del director, pues algunas tiranteces con Cukor (especialista en encumbrar a las actrices y los papeles femeninos) colaboraron a la hora de que Selznick prescindiera de éste en beneficio de Victor Fleming. Para algunos, George Cukor es el verdadero director de ‘Lo que el viento se llevó’, lo cual es injusto con Fleming y tal vez lo más equilibrado sea decir que el pastel debe repartirse por la mitad. De lo que no hay dudas es de que, mientras las chicas estaban más cómodas con Cukor, Fleming hacía las delicias de Gable, ya que ambos eran viejos conocidos (‘Tierra de pasión’, de 1932, fue uno de los títulos más famosos en que ambos coincidieron).
También en el reparto cabe
destacar la, para mí, siempre deliciosa presencia de
Olivia de Havilland, dama de la aventura y eterna partenaire
del australiano Errol Flynn.
Olivia fue Melanie Hamilton (para nosotros Melania), representación
y alegoría de la bondad más absoluta. En un
papel que corría el riesgo de caer en el almíbar,
ella estuvo sensacional (como siempre) y dio al personaje
unos toques de dulzura que provocaron la eterna simpatía
del espectador.
Por su parte, un para la ocasión rejuvenecido Leslie Howard hizo las veces de Ashley Wilkes, fruto de deseo y de la dichosa obsesión de Scarlett. Howard cumplió con creces, y su personaje también era de los más simpáticos para el público.
Otros miembros del reparto a destacar son: el simpático regordete y siempre eficaz Thomas Mitchell (visto en infinidad de títulos de la más diversa condición) y Hattie McDaniel, extraordinaria actriz de raza negra, a la sazón ganadora del Oscar, y que se hizo tan legendaria como el título del film. Sus “señorita Scalata”, con un tono que pretende reproducir el acento de los negros sureños, han sido imitados hasta la saciedad, dando como resultado que hasta los más obcecados con desechar el cine del pasado conocen las escenas en cuestión.
No me voy a detener excesivamente en el argumento, pues es de sobra conocido y, por otro lado, quien no lo conozca me acusará de destriparlo. Sencillamente la obra de Mitchell gira en torno a la Guerra de Secesión americana y a las vicisitudes de una familia y su plantación durante la misma. Tara, la mansión de la familia O’ Hara, representa lo que era el sur de aquellos años, una tierra orgullosa, de caballeros, de esclavos, de plantaciones, de enorme belleza, de estilo colonial entre inglés y francés, de barcos de vapor, ... En resumen, lo que conocemos por infinidad de películas y novelas. Asimismo a Tara se aferra la protagonista del tinglado, Scarlett O’ Hara, quien personifica todos los rasgos sureños ya mencionados. El cuarteto de protagonistas y sus relaciones amorosas son el microcosmos, dentro del contexto bélico, en que se introduce al espectador. Empero, cierto es que, como ya se ha dicho, Scarlett es el principal sostén de la historia y la que verdaderamente brilla por su complejo y peculiar carácter. Lo más curioso del asunto es que, a pesar de sus evidentes rasgos de femme fatale, aquella cacho perra tuvo la virtud de conquistarnos a todos, a la par que nos creaba complejo de masoquistas.
En medio de esos odios y masacres,
entre yanquis y confederados, hay escenas que sobresalen por
su gigantez. Un ejemplo claro es el ya mencionado incendio
de Atlanta (por cierto, ciudad natal de Margaret Mitchell)
y también la escena en la que la que Vivien Leigh camina
entre una miríada de heridos mientras que, supongo
que la correspondiente grúa, aumenta su altura a la
vez que nuestro campo de visión, y nos muestra, en
último término, una trapienta y jironada bandera
sudista ondeando al viento. Es
difícil simbolizar la derrota de un bando de una forma
más explícita. Se trata de una escena con un
decorado enorme, un montón de extras, los mejores recursos
técnicos de la época, etc; es decir, todo lo
que significa una película como ‘Lo que el viento
se llevó’.
Los espectadores americanos se emocionaron viendo cómo su triste Guerra Civil quedaba reflejada con toda la vistosidad y espectacularidad del Technicolor. Para qué hablar de lo que el film supuso en el estado de Georgia y, en especial, de su capital, Atlanta, donde tanto la película como Margaret Mitchell son considerados todo un motivo de orgullo. La ciudad se daba a conocer universalmente, y eso que, por aquel entonces, no se llegaba a imaginar del todo lo que supondría el film para la historia del cine. Muchas otras películas han tratado el tema de la Guerra Civil americana, destacando algunas como: ‘La esclava libre’ (1957) de Raoul Walsh; ‘El árbol de la vida’ (1957) de Edward Dmytryk; ‘La gran prueba’ (1956) de William Wyler o la más reciente ‘Cold Mountain’ (2004) de Anthony Minghella. Siendo buenos films, está claro que ninguno de ellos llega a la grandiosidad de la obra de Selznick.
Para terminar nada mejor que la música, a la que ya no se me ocurre qué calificativo aplicar. Sencillamente la obra de Max Steiner me emociona, al igual que todo en el film, y entre himnos confederados, bailes de salón y otras partituras, pervivirá una pieza, el más que célebre ‘Tara’s Theme’, utilizado en los años 80 como sintonía de cabecera en un programa de TVE, e inevitablemente relacionado con el mundo del cine. Tal es su fama que cualquier persona, con un mínimo de cultura cinematográfica, la encuentra tremendamente familiar desde las primeras notas.
Una música para la emoción, unos actores para el recuerdo, una película para la eternidad.
Scaramouche