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Aforismo

Opinión
Así quedó Nueva Orleans tras el azote del Katrina.

Nueva Orleans, ciudad sin ley

El huracán Katrina ha sembrado de terror el Estado de Louisiana, arrasando todo lo que encontraba a su paso y dejando un panorama de miseria y desolación. Violentas ráfagas de viento han arrancado de cuajo árboles, coches y casas, además de desbordar el río Mississippi. La ciudad de Nueva Orleans, que ha sido golpeada con extrema virulencia, se halla por debajo del nivel del mar. Los diques se han mostrado incapaces de contener el caudal de agua. Una ola de putrefacción invade ahora la ciudad sureña, antaño eufórica de jazz, hogaño enferma de hidropesía. Los informativos no han dejado de mostrarnos las imágenes de la devastación: planos aéreos de la ciudad anegada donde sólo se pueden distinguir los tejados de los edificios más altos; restos de viviendas esparcidos por doquier, apiñados unos encima de otros; hombres y mujeres exánimes agitando una improvisada bandera en señal de auxilio; helicópteros de salvamento socorriendo a alguno de estos desamparados, con el grito sordo del hambre y de la fatiga entenebreciendo la cuenca de sus ojos; una cancha de baloncesto hacinada de refugiados, cuyo hedor e insalubridad se huele incluso con la vista; cadáveres abandonados y hundidos como pecios descomponiéndose en las aceras por las altas temperaturas; y, sobre todo, pillaje, mucho pillaje. El vandalismo se ha apoderado de Nueva Orleans. Los supervivientes, en su mayoría negros y en su totalidad pobres, se han echado a las calles para saquear comercios, en unos casos para saciar el apetito de su estómago, y en otros casos para saciar el apetito de sus bajos instintos; porque el hambre no explica por sí sola las violaciones y los asesinatos. La falta de autoridad ha llevado a la anarquía, y la anarquía a la inseguridad. Muchos supervivientes no se atreven a abandonar sus refugios en busca de alimentos y agua potable por miedo a ser tiroteados. Prefieren esperar a que llegue la ayuda prometida aun a riesgo de morir de inanición. La policía también tiene miedo. Sola no puede hacer frente a las bandas que se han organizado para delinquir, tan pertrechados como ellos y con menos escrúpulos para apretar el gatillo. En una ciudad donde escasea el condumio, no faltan las armas. Hablan de francotiradores que disparan incluso contra los helicópteros, como si fuera el Vietnam. La guerra del hambre es una guerra fratricida. Algo no funciona como es debido, piensa uno inevitablemente.

El ejército ha tenido que tomar cartas en el asunto para restaurar el orden, repartir víveres y subvenir en la evacuación de los residentes. Como decía la gobernadora de Louisiana, han recibido la orden de tirar a matar. Ahora más que nunca, es preciso emplear la fuerza para cortar de raíz la delincuencia. Entra en vigor la Ley Marcial. Nueva Orleans es un reflejo de lo que será la vida en un futuro tal vez no muy lejano. Cuando los recursos naturales se hayan agotado, cuando no haya apenas comida ni petróleo ni agua potable, el hombre matará para sobrevivir, retrocediendo así al origen de la especie. Las imágenes de la chusma expoliando supermercados y matándose entre sí por una miserable bolsa de patatas me han recordado una secuencia de ‘La guerra de los mundos’, la última película de Steven Spielberg: aquélla en que la turbamulta despavorida por el ataque extraterrestre se arroja sobre el coche del protagonista (un bien muy preciado), amenazándole con una pistola para que lo abandone. En situaciones límite, cuando la vida pende de un hilo, el hombre es el peor de los monstruos. La moral sólo existe en tanto en cuanto hay una autoridad coercitiva. En consecuencia, el fin de la vida en sociedad es el fin del hombre.

La sociedad norteamericana no sale de su asombro ante lo que les está pasando, a ellos, la nación más poderosa. Se creían invulnerables, acostumbrados como estaban a ver la pobreza desde la pantalla del televisor. El huracán Katrina tiene mucho de cura de humildad o de quid pro quo, sí, pero nada justifica la muerte de tantos inocentes. Alegrarse de un hecho tan luctuoso como éste sólo puede caber en personas de corazón agostado. El resquemor nunca debe hacer que celebremos las desgracias ajenas como triunfos propios. Lo que indigna, y más a los afectados, es que el gobierno del señor Bush se dé tanta prisa en enviar refuerzos a Irak (país que ha quedado asolado por obra y gracia de otro huracán, pero en este caso de factura humana) y tarde cinco días en mandar un contingente de marines a una ciudad necesitada. La falta de previsión a todos los niveles (de provisiones, de logística, de defensa, etc.) es inexplicable en un país tan desarrollado, que se jacta de ser el garante de la seguridad mundial, máxime cuando estaban avisados de lo que se les venía encima. Visto lo visto, si nuestras vidas dependen del Buró de Bush y de sus adláteres, los magnates del barril de Brent, en caso de crisis más nos vale rezar al de arriba, aunque seamos más ateos que un Nietzsche. Aparte de los cuantiosos desperfectos ocasionados por este fenómeno de la Naturaleza, lo que tardará más tiempo en repararse es la triste imagen dada al mundo: Nueva Orleans no se distingue en nada a día de hoy de Puerto Príncipe. Por otra parte, también ha quedado patente que sigue habiendo diferencias sociales y raciales. Algunas cosas permanecen inmutables al paso del tiempo. El huracán ha destapado los viejos fantasmas coloniales.

Las autoridades sanitarias advierten que, de seguir así, se declarará Nueva Orleans como ciudad inhabitable. El agua estancada y viciada por la corrupción de los cadáveres y por la porquería circundante, negra como el hollín, desatará, si nadie lo evita, una epidemia de magnitudes incalculables. Todo hace pensar que veremos el odio en los tiempos del cólera.

La caridad, que es uno de los pocos bienes que se yerguen incólumes frente a la paulatina pérdida de valores, es más fuerte que la irritabilidad derivada de la proverbial arrogancia estadounidense. Baste decir que incluso Fidel Castro y Hugo Chávez, las dos hormas en el zapato de Bush, se han ofrecido a enviar médicos y socorristas. Ahora bien, ¿EE.UU. será capaz de admitir que necesita ayuda o seguirá en su aislacionismo?

Da mucha lástima ver a esos miles de robinsones con el agua hasta las rodillas quejándose de no tener una gota de agua que llevarse al gaznate, cuando están rodeados de ella. Es como sufrir el castigo de Tántalo. No menos tristeza producen esos cuerpos tirados como bolsas de basura en la calle, con la inquietante duda de si aún tienen pulso o si ya han perdido el último aliento de vida, y con la muchedumbre pasando impasible en derredor. Esa terrorífica estampa me recordó aquella escena de ‘Cowboy de medianoche’ en que el bisoño personaje interpretado por Jon Voight se topa con un hombre desfallecido mientras pasea por las calles de Nueva York, mira a su alrededor y percibe que a nadie le importa un comino quién es y qué hace allí. La masa absorbe al individuo hasta arrancarle su sensibilidad.

En Biloxi, ciudad de Mississippi donde pasó el ojo del huracán, el viento arrancó los cimientos de un casino y lo desplazó veinte metros, conservándose el resto de la estructura intacto. No faltará quien vea en esto una advertencia: hay cosas que el dólar no puede comprar, como la Naturaleza.

El huracán Katrina nos ha mostrado otras anécdotas más benignas: la manoseada expresión “imagen dantesca” usada sin recato por los periodistas de todas las cadenas de televisión y al alcalde de Nueva Orleans saltándose todas las formalidades y exigiendo a las autoridades “que muevan el culo” para ayudar a esta moderna Sodoma (los extremistas musulmanes ya lo comparan con las siete plagas de Egipto). Me pregunto qué habrá sido de la espléndida mansión de Anne Rice, el personaje más ilustre de la ciudad del vudú y de las plantaciones de algodón. Lo que es seguro es que ella estará a buen recaudo en alguna otra parte del país.

En esta tragedia de enormes dimensiones, la mayor catástrofe natural que ha sufrido EE.UU. (por encima del terremoto de San Francisco), se ha puesto de manifiesto la insignificancia del hombre frente a la Naturaleza. Toda su tecnología no sirve para arrostrar el rugido del viento o el bramido del agua. Como decía el sabio cazador Dersu Uzala en la película homónima de Akira Kurosawa: “El agua, el viento y el fuego son gente muy fuerte”.

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Óscar Bartolomé

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