Sobre El Parnasillo

El nombre de Lars von Trier está ineluctablemente ligado al movimiento cinematográfico Dogma 95. Sin embargo, hasta ahora sólo ha cumplido los votos de castidad en una película, ‘Los idiotas’, y no se puede decir que ésta sea su obra más representativa. Al mismo tiempo que ideaba este decálogo subversivo con ayuda de su gran amigo Thomas Vinterberg, el director danés estaba sumergido en la realización de su, hasta el momento, filme más ambicioso: ‘Rompiendo las olas’.
En la génesis de ‘Rompiendo
las olas’ concurren varias obsesiones de Von Trier.
Por un lado está su deseo de juventud, de cuando estudiaba
en la Escuela de Cine de Dinamarca, de rodar una película
pornográfica o erótica, en su defecto. Por supuesto,
no encontró respaldo para este proyecto, que sus compañeros
tomaron, como no podía ser de otra forma, como una
maliciosa broma del díscolo y petulante alumno. No
obstante, ya por aquella época dirigió un cortometraje
titulado ‘Menthe’ en el que se atisbaba esa fijación
por el lado más perturbador del sexo. Su proverbial
rebeldía se manifestaría, asimismo, en su primer
largometraje, ‘Imágenes de una liberación’,
una
historia ambientada en la II Guerra Mundial en la que un oficial
de la Wehrmacht sufría
una suerte de catarsis o redención tras ser torturado.
Esto, unido a la estética que cultivaba por aquel entonces,
le valió no pocas acusaciones de nazismo. Es curioso,
cuando menos, el hecho de que el patronímico ‘von’
se integrara en su nombre gracias a una ocurrencia de algunos
de sus compañeros de la Escuela de Cine, que se habían
formado esa imagen tan elata de él que le acercaba
mucho a directores de la talla de Erich von Stroheim
o Joseph von Sternberg. Lo cierto es que la madre de Lars
era una militante comunista que educó a su hijo en
los valores rojos, por lo que para él aparentar ese
elitismo no era más que una manera de proclamar su
independencia. Preciso es decir que Von Trier siempre se ha
caracterizado por su afán de provocación y por
su ironía.
Más importante aún que este deseo acariciado durante largo tiempo de rodar una película erótica es la influencia que dos obras en apariencia tan dispares como ‘Justine’, del marqués de Sade, y ‘Corazón de oro’, un cuento infantil danés que leyó en su infancia, ejercieron sobre él. En ambos casos, la protagonista era una joven inocente que renunciaba a todo por los demás, hasta el extremo de sufrir las sevicias más humillantes, como le ocurre Justine. Lars von Trier quería hablar de la bondad irracional y enfermiza de una mujer sacrificada y generosa que acaba convirtiéndose en un mártir. Es así como surgió en su mente la imagen primigenia de Bess. ‘Rompiendo las olas’ es la primera película de las tres que componen la llamada trilogía del ‘corazón de oro’. Las dos siguientes serían ‘Bailar en la oscuridad’ y ‘Dogville’. No hace falta ser un lince para ver las afinidades que hay entre Bess, Selma y Grace.
Lars von Trier empezó a escribir el guión tras el rodaje de ‘Europa’, en 1991. En esta ocasión no contó con Niels Vorsel, su mano derecha. En los primeros borradores del guión se planteaba la duda de si Bess obtenía placer de los turbios encuentros sexuales que mantenía a iniciativa de Jan, pero esta duda se desechó en la versión definitiva. Fue un acierto, porque el amor incondicional que siente Bess hacia Jan no podría entenderse sin la fidelidad que le profesa, aun cuando en su enajenación imagine que Jan está en los hombres con los que se acuesta. También fue un acierto incluir a Dodo, la cuñada de Bess, que es como su ángel de la guarda, su hermana y protectora –no es producto del azar que sea enfermera–.
La primera candidata para interpretar a Bess fue Helena Bonham Carter, pero a última hora, y luego de pensárselo mucho, decidió no aceptar el papel. La fuerte carga sexual del personaje le arredró. Así pues, una completa desconocida actriz inglesa, Emily Watson, se hizo con el papel. Fue su debut en la gran pantalla, pero viendo su actuación nadie diría que era inexperta. Cuesta imaginar que una actriz consagrada pudiera cuajar una interpretación tan soberbia. Como ocurre a menudo en el caso de las actrices, aquellos personajes considerados arriesgados por incluir desnudos son un trampolín para las intérpretes noveles.
Emily
Watson cumple a la perfección con la idea de mártir
que Von Trier tenía en la cabeza. Su personaje es bondadoso,
cándido y desprendido a un tiempo. La inocencia de
Bess es producto de un leve retraso mental –las deficiencias
mentales volverían a estar presentes en su próxima
película, ‘Los idiotas’;
no en vano, al cineasta nórdico siempre le ha interesado
el estado de anormalidad que conduce a la separación
del grupo–. En la película se dice que estuvo
internada en el hospital a causa de una crisis nerviosa provocada
por la muerte de su hermano Sam. Su carácter ciclotímico
le hacen pasar de la risa al llanto, como se ve en la secuencia
en que Jan debe abandonarla para partir hacia la plataforma
petrolífera. La frágil constitución de
Bess está resaltada por la orografía agreste
y escarpada de los valles escoceses de las islas Outer Hebrides,
un emplazamiento ideal para esta historia de pasiones turbulentas.
La identidad y la alteridad son dos
temas centrales en el discurso de Lars von Trier. Bess es
una muchacha débil e inestable que padece frecuentes
ataques nerviosos. Su retraso le convierte en un ser puro
e inocente, incapaz de albergar malos pensamientos. Esto le
hace ser distinta de los demás. Por su parte, Jan es
un hombre que se introduce en una comunidad cerrada que desconfía
de los forasteros como él.
El filme arranca con los recelos de los curas ante la boda
de Bess con un extranjero. El pueblo está marcado por
la estricta Iglesia Libre Presbiteriana. La religión
lo empapa todo, y la iglesia es el centro de la comunidad.
El entorno es asfixiante para alguien que piensa o siente
distinto. Jan
no consigue escapar de las miradas escrutadoras y penetrantes
de sus vecinos, que desconfían de sus buenas intenciones.
La misma Dodo, que, al igual que él, no es oriunda
del pueblo, también le mira con suspicacia. Sin duda,
este interés de Von Trier por los otusiders
proviene de su infancia, cuando era un niño tímido
y retraído con problemas de adaptación.
Bess es considerada por todos como una niña, de ahí que Dodo sea sobreprotectora con ella. Su madre, por el contrario, muestra hacia ella una frialdad inhumana que en su desenlace raya en la crueldad. Éstas son las devastadoras consecuencias de una fe inflexible que condena al Infierno a un alma impía, a la que en ocasiones ni siquiera se da sepultura.
Otra interesante cuestión que plantea Lars von Trier es si la inocencia y la bondad están necesariamente unidas a la locura o a una inteligencia subdesarrollada. A Bess la tildan de tonta. A fuer de repetírselo, ella misma se tiene por tal. ¿Acaso no se le llama tonto al que peca de bondad y listo al que se salta la ética para alcanzar el éxito? Por desgracia, vivimos en una sociedad teleológica donde prima el resultado final por encima de la deontología. Indudablemente, esto nos lleva al egoísmo, que es justo lo contrario de lo que practica la infortunada protagonista de ‘Rompiendo las olas’.
Emily Watson sabe cómo expresar
esa ingenuidad tamizada de un punto de locura con cada uno
de sus visajes. Donde mejor se aprecia el fanatismo religioso
que ha mamado Bess de niña y que desemboca en su demencia
es en las oraciones donde habla –literalmente–
con Dios. Conmociona ver su rostro tenso y compungido durante
estas ímpetras. Es como si estuviera poseída.
Cada vez que habla Dios
a través de su boca cierra los ojos y cambia la entonación
de la voz. Impresiona, y más gracias al vaivén
de la cámara y a la toma de diferentes ángulos.
Esta conducta de Bess hace pensar que sufre un trastorno bipolar.
‘Rompiendo las olas’ es un pequeño tratado
de psicología. Además de la citada escisión
de la personalidad y de su acusado cuadro maniaco depresivo,
Bess
también se autosugestiona para hacerse culpable del
accidente de Jan. Éste es el punto de partida de su
expiación y de su posterior redención –el
mismo recorrido que sigue el protagonista de ‘Imágenes
de una liberación’–, que viene acompañada
del milagro. Como buen discípulo de Dreyer, la culpa
y el pecado anidan en todas y cada una de las películas
de Von Trier.
Stellan Skarsgard fue el encargado de dar vida a Jan. Tampoco era un papel sencillo, en parte porque más de la mitad del rodaje se lo pasó inmovilizado. Sus desnudos frontales dieron mucho trabajo a la censura de algunos países –no de Dinamarca, donde no existe–, en especial por lo inusual de mostrar un pene flácido. Su mirada sugiere esa picardía y travesura que le conecta con el espíritu infantil de Bess. Queda la duda –sembrar dudas y dejar cabos sueltos es distintivo de los buenos directores– de si la deleznable manipulación que emprende Jan sobre Bess es consecuencia de las múltiples operaciones que le realizan en el cerebro, o si, por el contrario, cae en esa sima de perversión y vileza por el dolor y la frustración que le produce su tetraplejia. La primera interpretación parece la más probable, habida cuenta de que en un momento dado deja escrito en un papel que su mente está enferma y corrompida. Ahora bien, no se le ve escribirlo, y teniendo en cuenta la presión que el doctor Richardson y Dodo ejercen sobre él para que renuncie a sus nefarios deseos y la dificultad de Jan para coger un bolígrafo, no sería de extrañar que fuera un plan orquestado por ellos para alejar a Bess de esa terrible vía de purificación. Lo que sí queda claro es que las conversaciones telefónicas de marcado acento sexual que mantienen tras producirse la separación son el preludio de las bajas pulsiones venéreas que Jan vuelca sobre la ingenua y entregada Bess.
Katrin Cartlidge interpretó
a Dodo, la única persona que se preocupa realmente
de la desvalida Bess. Sin ser consciente de ello, Dodo juega
un papel importante en la paulatina degradación que
sufre Jan, ya que, para animarle en su postración,
le sugiere: “Ella hará
cualquier cosa por ti”. Por si aún lo
dudaba, entonces Jan se percata de que basta con que formule
un deseo para que Bess lo satisfaga. Esto nos sirve para aprender
que tener un dominio ilimitado sobre la voluntad del otro
deviene crueldad y despotismo. Durante el rodaje, Lars von
Trier se enamoró locamente de ella, y puede que lo
pasara peor fuera del set que dentro. El director danés
experimenta una transformación cada vez que rueda una
película, hasta el punto de desvincularse completamente
de su vida en familia. Así
las cosas, no es de extrañar que con más frecuencia
de la deseable caiga rendido ante las gracias de las actrices
que intervienen en sus filmes, como si de un moderno Alfred
Hitchcock se tratara.
Del resto del reparto destacan Jean-Marc Barr, el Leo Kessler de ‘Europa’, y Udo Kier, actor fetiche de Von Trier. El primero encarna a Terry, el mejor amigo de Jan, mientras que el segundo interpreta al psicópata que vive en el barco anclado a poca distancia del puerto. Sus ásperas facciones le hacen apropiado para dar vida a estos personajes facinerosos.
Además de estos actores, en ‘Rompiendo las olas’ también hay otras presencias habituales en su filmografía. Su ayudante de dirección fue Morten Arnfred, que un año antes había trabajado codo con codo con él en la exitosa serie ‘El reino’. Por otra parte, la producción corrió a cargo del inefable Peter Aalbaek Jensen y de Vibeke Windelov, propietarios, junto con Von Trier, de la productora Zentropa, punta de lanza del cine en Dinamarca.
‘Rompiendo las olas’ está
divido en siete capítulos y un epílogo. Su estructura
narrativa es clásica, con un respeto escrupuloso por
la linealidad temporal. Cada capítulo está encabezado
por un título: ‘El matrimonio de Bess’,
‘La vida con Jan’, etc, al modo de una novela.
Para cada uno de ellos se incluye una canción de los
sesenta o setenta, que es la época en que transcurre
la historia. De este modo podemos oír clásicos
como ‘Suzanne’, de Leonard Cohen, o ‘Life
on Mars’, de David Bowie –Von Trier tiene una
querencia especial por el cantante inglés, como lo
demuestra el hecho de que en los créditos finales de
su última película, ‘Dogville’,
introdujera ‘Young Americans’–. Como si
se tratara de una portada, cada uno de estos capítulos
se compone de un panorama de las costas escocesas creado digitalmente.
Estos planos son casi los únicos rodados con cámara
fija. El resto de la película –y en esto se parece
al Dogma– se rodó
con una cámara al hombro de 35 mm. De
esta manera consigue transmitir el vértigo y la sinuosidad
de los parajes agrestes y de las emociones torrenciales. También,
y no menos importante, ayuda a dotar al filme de una calidad
documental. A este efecto se añadió grano digitalizado
a las imágenes en posproducción para huir de
la pulcritud característica de los melodramas hollywoodienses.
Von Trier quería, por encima de todo, que fuese una
película visceral que nos acercara a la cruda realidad.
A pesar de tener frecuentes discusiones motivadas por el uso
del plano fijo, la labor del director de fotografía,
Robby Müller, fue excepcional.
El cineasta danés contó con él debido
a que le gustaba el trabajo que había realizado para
directores como Wim Wenders y Jim Jarmusch, y volvería
a reclamar sus servicios para rodar ‘Bailar en la oscuridad’.
Pese a seguir una estructura clásica, ‘Rompiendo las olas’ es una película que rompe con innumerables convenciones cinematográficas –no podía ser de otra manera, viniendo de un director iconoclasta–. En muchas secuencias hay saltos del eje y Emily Watson mira directamente a la cámara en más de una ocasión, algo que escandalizaría a cualquier realizador del Hollywood de los grandes estudios.
‘Rompiendo las olas’ se presentó a concurso en la Sección Oficial del Festival de Cannes de 1996. Lars von Trier, haciendo honor a su proverbial arrogancia, advirtió que todo lo que no fuese ganar la Palma de Oro sería una decepción. Al final se tuvo que conformar con el Gran Premio del Jurado, pero para todos los que la hemos visto es la mejor película, no ya de ese año, sino de la década. Y qué decir de las campanas...
Óscar Bartolomé