Sobre El Parnasillo

Ridley Scott nos tiene acostumbrados a recrear épocas pretéritas en películas épicas de gran presupuesto. Éste es el caso de su última creación, ‘El reino de los cielos’, un ambicioso proyecto que aborda un momento histórico, las Cruzadas, que apenas ha sido explotado por el cine. Como es bien sabido, Scott, que ha hecho méritos suficientes para convertirse en un discípulo aventajado de las musas Clío y Calíope, gusta de alternar rodajes sencillos con producciones megalómanas, así que después de dirigir una comedia sin pretensiones como ‘Matchstick men’, le había llegado la hora de acometer una empresa de vastas dimensiones.
‘El reino de los cielos’
se mueve, pues, en unas coordenadas idénticas a las
de ‘Gladiator’,
su referente más inmediato. Ni una ni otra se caracterizan
por la fidelidad histórica. Sin embargo, lo que diferencia
este guión, obra de William Monahan, del de David Franzoni,
es que está construido desde una visión inequívocamente
contemporánea. Sólo así se puede explicar
el sentido común que impera en personajes como Saladino
o el rey Balduino IV. La fe es postergada a un segundo plano,
tanto en el caso de los cristianos como en el de los musulmanes
(a este respeto, es significativa la frase que el invicto
caudillo árabe le dirige a uno de sus lugartenientes:
“Antes de mí, ¿cuántas
batallas habíamos ganado sólo con la fe?”).
En
lugar de haber fanáticos, sólo hay una turba
de avaros y bandoleros. La mayoría de los cruzados
son representados como unos soldados de fortuna, cuyo único
interés consiste en obtener un botín de guerra
y unas tierras donde comenzar una vida próspera, lejos
de las epidemias y el hambre que azotan Europa. No niego que
muchos de los combatientes que tomaron parte en aquellas guerras
tuvieran estas pretensiones nada espirituales. Los siervos
de la gleba no tenían elección: era combatir
y hacer pillaje o morirse de hambre. Ahora bien, que los próceres
cristianos dieran más valor a una vida humana que a
una misión santa en sus alocuciones me parece fuera
de lugar, sobre todo teniendo en cuenta que estaban constantemente
vigilados por nuncios de la Curia.
Me queda la duda de si este anacronismo es deliberado o fortuito. Me decanto por la primera opción, ya que en sus últimas entrevistas Ridley Scott ha hecho hincapié en la necesidad de alcanzar una convivencia civilizada entre culturas para acabar con los conflictos bélicos que azotan Oriente Medio. Desde este punto de vista, el discurso que contiene la película es intachable.
La factura de ‘El reino de los cielos’ es impecable. Las secuencias de acción están resueltas con la maestría habitual del director de ‘Blade Runner’. En el fragor de la batalla predominan los planos cortos y el ralentí, en combinación con un montaje acelerado que en ocasiones hace costoso distinguir lo que está ocurriendo. El asedio de Jerusalén no presenta grandes diferencias con respecto a la batalla inicial de ‘Gladiator’ en cuanto a su hechura técnica. También soporta la comparación con la batalla de Gaugamela filmada por Oliver Stone en ‘Alejandro Magno’, aunque para mí éste sea, hasta la fecha, el cuadro bélico más impresionante realizado para una película histórica. La escaramuza que tiene lugar en tierras francesas cuando unos alguaciles intentan aprehender al asesino y prófugo Balian es la secuencia más lograda de este género.
Orlado
Bloom se está especializando en cine de época
tanto como Ridley Scott. Salta a la vista que no era el actor
más adecuado para interpretar a Balian de Ibelin, a
pesar de los nueve kilos de masa muscular que ganó
para el rodaje. Scott quiso volver a trabajar con Russell
Crowe, pero éste se embarcó en otro proyecto
y al final no le quedó más remedio que aceptar
la elección de la productora. Su feble constitución
y sus rasgos delicados no le otorgan a Bloom la apariencia
de un aguerrido y bizarro caballero de la Edad Media. Su registro
interpretativo también es limitado, de modo que no
logra transmitir la autoridad y el mando que se le presuponen.
Por si fuera poco, en muchos momentos recuerda a Paris, y
más cuando tiene enfrente a Brendan Gleeson, que también
actuó en ‘Troya’. Reynaldo de Chatillon
es tan cretino y jactancioso como el Menelao que compuso Gleeson
para Wolfgang Petersen, y así uno no sabe si está
viendo ‘El reino de los cielos’ o una continuación
de ‘Troya’. Es el inconveniente que tiene contar
siempre con los mismos actores, que al final se encasillan
e interpretan el mismo rol, sobre todo si es tan histriónico
y botarate como Reynaldo. Lo curioso es que todo lo que tiene
esta película de heterogéneo en el mensaje,
lo tiene de maniqueísta en la psicología de
los personajes. Guy de Lusignan es tan avieso que basta con
ver el brillo de sus ojos o las muecas de su cara para adivinar
sus pérfidas intenciones.
Eva Green está hermosa y sensual (memorable la secuencia en que come con los dedos en presencia de Balian) en el papel de la princesa Sybilla. El picarón de Bertolucci descubrió hasta el último poro de su anatomía en ‘Soñadores’, pero Ridley Scott ha demostrado, por si quedaba alguna duda, que la belleza resplandece mejor ataviada de velos y túnicas vaporosas que al desnudo. Todo lo que Eva Green sugiere con la mirada, su partenaire es incapaz de expresarlo con palabras. La historia de amor entre Balian y Sybilla transcurre de una manera tan precipitada que la hace poco verosímil. No se puede entender que al poco de conocerse ya estén en plena coyunda. Imagino que para el montaje final se desecharían muchas secuencias románticas en beneficio de las escenas de acción.
La actuación de Edward Norton,
a quien sólo se puede reconocer en los créditos,
está limitada por la máscara que lleva puesta
el rey Balduino para ocultar la deformación física
causada por la lepra. En la versión doblada su interpretación
aún está más constreñida, pues
ni siquiera nos llega su voz. No obstante, incluso a través
de sus gestos columbramos su buen hacer. El rostro desfigurado
de Balduino, que se ve cuando Sybilla le quita la máscara
tras su muerte, presenta una inquietante similitud con la
del comandante orco de ‘El
retorno del rey’. Una
de las secuencias más meritorias del filme es cuando
la princesa se corta el cabello frente a un espejo que refleja,
como en una pesadilla, la faz retorcida y agostada del finado
monarca.
La sensación a déjà vu se hace también patente en Godofredo. El personaje encarnado por Liam Neeson presenta numerosas afinidades con el sacerdote Vallon de ‘Gangs of New York’. En ambos casos es el padre y mentor del protagonista, que encomienda una misión a su hijo antes de sucumbir prematuramente. Analizado con un prisma semiótico, cumple la función del destinador que encomienda la acción al sujeto.
La revelación en el capítulo interpretativo la pone Ghassan Massoud, que es quien da vida a Saladino. Su expresión serena y su porte noble dan idea del carisma que goza entre sus filas, y aun entre las del enemigo. Rezuma sabiduría, estrategia y piedad, todo lo que caracteriza a un gran líder.
Un personaje secundario que, a mi modo de ver, resplandece con luz propia es el caballero de la Orden de los Hospitalarios interpretado por David Thewlis. Todas y cada una de sus frases son de una lucidez rayana en la genialidad. Me encantan la lealtad y el coraje de que hace gala cuando se dirige al encuentro de Saladino al frente de su mesnada, una más dentro del ejército liderado por el proclamado nuevo rey Guy de Lusignon. Cuando Balian le espeta que va a una muerte segura y trata de hacerle dar media vuelta, él le responde con una sonrisa ladeada y una lacónica sentencia: “Toda muerte es segura”. Sabias palabras.
En su tramo final, la película
se presenta como un duelo entre Saladino y Balian, dos hombres
cuyo destino se cruza en una guerra que no desean, dos hombres
que sienten una admiración recíproca. Mientras
que uno defiende Jerusalén para salvar a la población
de las represalias sarracenas, el otro la expugna por el peso
de la Historia, que es como una voz autoritaria que le somete.
El poderoso ejército musulmán, con sus estandartes
tremolando y rasgando el aire, acaba ocupando la ciudad que
años antes le perteneció, pero sólo después
de una defensa enconada y tras pactar la evacuación,
con lo que la victoria se la reparten ambos contendientes.
Factores como la importancia del agua para un asedio prolongado
están bien contemplados. La
maquinaria de guerra desplegada por el ejército de
la media luna recuerda inevitablemente a la de ‘El retorno
del rey’, pero esto es normal, puesto que son dos películas
cercanas en el tiempo y dotadas de gran presupuesto y numerosos
extras. Pocas veces se habían visto las torres de asedio
hasta ahora. Lo único que no cuadra en esta cruel y
agónica lucha son los conocimientos tácticos
de Balian. La astucia de medir la distancia de las líneas
enemigas por medio de unos mojones pintados con albayalde
para así saber cuándo disparar las catapultas
y los arcos es francamente ingeniosa, pero se me hace difícil
atribuir este ingenio militar a un simple herrero. De otro
lado, si hemos de ser fieles a la verdad, es muy dudoso que
consiguiera distinguir esas marcas con la polvareda levantada
por un batallón de esas dimensiones.
En la defensa de Jerusalén es donde más salen a relucir los anacronismos a los que me refería al principio. La lucha de clases está presente en el discurso de Balian con el que intenta elevar la moral de los defensores. Su ejemplo más representativo tiene lugar cuando enviste caballeros a todos los hombres capaces de empuñar una espada, haciendo oídos sordos a las quejas del obispo. El mensaje de igualdad que predica ‘El reino de los cielos’ tiene su colofón en la renuncia de Sybilla a su condición noble motivada por su amor por Balian. Todos estos sacrificios y actos de buena fe son muy razonables para un espectador contemporáneo, pero no puedo sino pensar que en aquella época resultarían extemporáneos y aun diría que hasta herejes.
Parte del mérito de la brillantez
de las secuencias de acción la tiene John Mathieson,
hombre de confianza de Ridley Scott, para quien ya trabajó
en ‘Gladiator’. La fotografía es excelente,
al igual que la ambientación y el vestuario. Las localizaciones
en Marruecos fueron un acierto, y si no que se lo digan a
Mohammed VI, que
puso a disposición del equipo técnico y artístico
todo lo que le pidieron, incluso a su guardia, que participó
en las escenas de masas. A cualquier estado le reporta grandes
beneficios que una gran producción hollywoodiense se
ruede en tu tierra, como lo saben bien los habitantes del
pequeño pueblo oscense de Loarre, cuyo castillo se
puede admirar en la película.
La banda sonora, compuesta por Harry Gregson-Williams, no es ni por asomo tan buena como la de ‘Gladiator’, pero es que eso es mucho pedir. Unir el talento de Hans Zimmer con el de Lisa Gerrad no es pan de cada día. Así como los combates están filmados con una sumisa obediencia a los cánones que imperan para este tipo de secuencias (a saber: ralentí, planos cortos, montaje acelerado, ausencia momentánea de sonido... ), la música sigue el esquema clásico de las películas épicas: coros luctuosos para el funeral del rey Balduino, ritmos étnicos para la llegada a Jerusalén y arpegios melancólicos para las escenas de amor. Es una banda sonora que no sobresale, pero que combina bien con la película. Está al servicio de las imágenes, lo cual no tiene por qué ser necesariamente malo.
‘El reino de los cielos’ es, a todas luces, deudora de ‘Gladiator’, como lo evidencia la construcción de su personaje principal. Balian es, como Máximo Décimo Meridio, un guerrero atormentado que ha perdido a su mujer y a su hijo y que emprende un tortuoso camino cuyo final desconoce. Sólo persigue un fin: la expiación de sus pecados. La redención, que siempre pasa por el derramamiento de sangre, es el sentimiento que guía a estos personajes sin ambiciones y esperanzas. Sorprende que, como Máximo en ‘Gladiator’, Balian también cabalgue a lomos de un alazán en un entorno nevado. Son parecidos más que razonables.
No hace falta decir que ‘El reino de los cielos’ no es tan virtuosa como ‘Blade Runner’, ni tan espectacular como ‘Gladiator’, pero, en cualquier caso, es una película que se ve con agrado y que se disfruta. Esto es, por sí solo, mucho más de lo que ofrece la mayoría.
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Óscar Bartolomé