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Aforismo

Opinión
¿Adivinan quién es Beyoncé?

¿Por qué cuando veo a las Destiny's Child sólo miro a Beyoncé?

Aunque el título parezca sugerirlo, no pretendo dedicarle un artículo a la guapa Beyoncé Knowles, ni he sucumbido a la moda del hip hop. He tomado como punto de partida una anécdota, que no por trivial deja de ser cierta, para extraer de ella una serie de conclusiones sobre la Belleza (así, con mayúscula inicial, que es como debe escribirse) que expondré a continuación.

En esta sociedad está muy mal visto juzgar a la gente por su apariencia; más aún, está mal considerado el mero hecho de juzgar. Pienso que, en su desconocimiento, quizá muchos confundan el significado de juzgar con el de sojuzgar, que es una cosa bien distinta. Si consultamos el Diccionario de la Real Academia y buscamos la entrada "juzgar", veremos que en su segunda acepción, que es la que viene al caso, dice lo siguiente: “Formar opinión sobre algo o alguien”. ¿Hay algo peyorativo en esta definición? No, por cierto. Muy al contrario, formarse una opinión es síntoma de tener criterio, y eso es laudable en todos los casos. El vocablo "sojuzgar", en cambio, significa “sujetar, dominar, mandar con violencia”, por lo que sí entraña unas connotaciones negativas. Queda demostrado que la ignorancia, cuando se alía con la pereza (pues poco esfuerzo supone abrir el diccionario), conduce a la equivocación más obstinada, que es la que presume de su propia condición.

Juzgar es un ejercicio sano. Es recomendable opinar sobre todo lo que nos rodea, empezando por nosotros, porque quien no se juzga a sí mismo es difícil que pueda recapacitar sobre sus errores y rectificar. Sin la introspección no hay lugar para el arrepentimiento ni para la comprensión. Quien no juzga (o dice que no juzga, porque en esto cuenta mucho la hipocresía) no puede tener un código moral. Por lo tanto, tan importante como juzgar a los demás es juzgarse a uno mismo, como si de una ordalía se tratase. Éste es el único modo que veo para hacernos mejores.

En su excelente novela ‘El retrato de Dorian Gray’, Oscar Wilde ponía en boca de lord Henri Wotton, el personaje más procaz e ingenioso: “Sólo los superficiales no se fijan en las apariencias”. Cuánta verdad encierra esta frase, que en primera instancia puede parecernos un culto a la frivolidad. ¿Quién me negará que lo primero que vemos en otra persona es su aspecto físico? Nos guste o no, vivimos en un mundo de apariencias, y el cuerpo es nuestra carta de presentación. A este respecto, señaló con tino Arthur Schopenhauer: “La belleza es una carta de recomendación que nos gana de antemano los corazones”. Vale que el interior sea lo más importante, lo que de verdad nos hace únicos y especiales, pero la apariencia es lo que juzgamos al primer golpe de vista, y no hay que subestimar el poder que tiene aquello que nos entra directamente por los ojos.

En mayor o menor medida, todos concedemos importancia al aspecto físico, porque todos nos sabemos juzgados, y quien diga que no le importa la opinión que los demás tengan de él, miente como un bellaco. Evidentemente, no todas las opiniones te van a importar en la misma medida. A mí me puede dar igual lo que un desconocido, en quien no tengo puesto ningún interés, piense de mí, y entonces seré libre de actuar como me plazca en su presencia. Ahora bien, no me será indiferente lo que alguien cercano e importante piense, y ante esa persona actuaré condicionado por la opinión que pueda formarse de mí. Esto alcanza un alto grado de paroxismo en el cortejo, cuando en el intento de agradar se adopta una pose tan artificial que a menudo lleva al galán a cometer las torpezas más vergonzantes. En esencia, somos tanto lo que creemos ser como lo que los demás creen que somos. Hablo de creer y no de ser porque certezas hay pocas en esta vida. Nuestra identidad es tan etérea y volátil que lo que creíamos ser un día al siguiente ya no lo somos. A más de esto, cambiamos nuestra forma de ser cada vez que tratamos con una persona diferente, porque, ya sea de modo deliberado o inconsciente, nos adaptamos a él. Woody Allen llevó esta idea al extremo de la comicidad en ‘Zelig’, película en la que el protagonista, un sujeto cohibido y sin personalidad, adoptaba la apariencia de su interlocutor para adaptarse al ambiente en un inexplicable prodigio camaleónico. El ser humano es un bloque de arcilla al que la Naturaleza, sabia e implacable alfarera, cuece, moldea y hace girar en el torno.

Ahí es adonde quería llegar: a la Naturaleza. Ella es la fuerza más poderosa que guía nuestros movimientos. Todos nuestros instintos atávicos provienen de ella, y en tanto que el hombre sea hombre, los seguirá teniendo. Digo hombre como podría decir ser humano, porque la mujer no está libre del influjo de la Naturaleza. La mayor diferencia entre uno y otro sexo estriba en que algunos instintos arraigados en la mujer y exclusivos de ella, como el maternal, lejos de crear tensión, ayudan a mantener el equilibro. El hombre es más agresivo que la mujer porque en él laten con más fuerza las pulsiones de muerte, que son las que a la postre desencadenan las guerras.

Cuando un varón desvía la mirada hacia una bella mujer es la Naturaleza la que le está empujando a hacerlo. Somos títeres en sus manos. El mundo es un enorme guiñol, tal como lo veían los poetas áulicos. Nuestra voluntad se estrella una y otra vez contra ella. Hay quien tiene unas facultades volitivas tan débiles que apenas puede oponerse a los dictados de la Naturaleza, de tal manera que sus manifiestaciones más parecen propias de animales salvajes que de hombres civilizados. Este fenómeno (llamémosle involutivo) se observa especialmente en los piropos soeces y rijosos que los albañiles dedican a las mujeres bien parecidas que pasan por las inmediaciones de la obra en la que trabajan, y que a cualquier circunstante dotado de una mínima sensibilidad, tenga el sexo que tenga, le saca los colores.

No somos libres de elegir, y esto es razonablemente bueno, porque si lo fuésemos, acabaríamos devorándonos los unos a los otros. “Homo homini lupus”, como dijo Thomas Hobbes. No se puede expresar mejor en menos palabras. Si no reprimiéramos nuestros impulsos (en especial los sexuales, que son los más pujantes) seríamos como el atropoide que describía Umbral en ‘Mortal y Rosa’, para quien “el estado natural del hombre es la violación”. Stanley Kubrick, otro pesimista antropológico, también nos mostró la maldad inherente al hombre libre en ‘La naranja mecánica’. El libre albedrío de Alex De large suponía indefectiblemente la conculcación de ese principio fundamental para la vida en sociedad que enunció Jean-Jacques Rousseau en ‘El contrato social’ y que inspiró la Revolución francesa, según el cual “mis libertades terminan donde empiezan las tuyas”. El filósofo suizo ahondó en esta idea cuando sentenció: “El hombre nace libre, pero en todas partes se halla encadenado”.

La sociedad nació para que pudiéramos convivir. Para ello era necesario crear unas leyes que sancionaran los actos delictivos. El castigo es un requisito sine qua non para lograr la armonía, y para garantizar el orden se necesita una autoridad, un gobierno y un cuerpo de Estado. La anarquía es el sistema más dañino para la sociedad. Sólo alguien muy mezquino o con pocas luces puede defenderlo.

La sociedad engendró la conciencia, que es la capacidad de distinguir entre lo que está bien y lo que está mal; lo primero que se enseña a un niño. El hombre tiende a la destrucción. Eso es un hecho. Dadle a un niño un juguete y veréis que lo primero que se le ocurre es aplastarlo. Schopenhauer, que veía mucho más nobles en sus juegos a los cachorros que a los niños, escribió: “El instinto social de los hombres no se basa en el amor a la sociedad, sino en el miedo a la soledad”. Un apotegma desesperanzador y contundente, pero certero. Mirad en nuestro interior y decidme si en las relaciones sentimentales de hoy en día interviene más el miedo a la soledad o el amor. En clave más vitriólica, apostilló: “Los hombres vulgares han inventado la vida en sociedad porque les es más fácil soportar a los demás que soportarse a sí mismos”. Así es, pocos son capaces de soportar una vida de cenobita sin perecer en el intento, como pocos son los que se atreven a hacer espeleología en las simas de su conciencia por miedo a despeñarse. Siempre es más fácil fingir ante los demás que burlar a nuestra conciencia. Una vez más, nuestras pisadas nos llevan al principio: a las apariencias. ¿Qué no es impostura en esta vida?, ¿cuándo y con quién somos realmente sinceros? Es una duda que quema.

Sigmund Freud, un avezado epígono de Schopenhauer, denominó a la Naturaleza Ello. Analizó las pulsiones de vida y muerte (Eros y Thánatos), y los mecanismos de defensa que tenemos para evitar que las tensiones derivadas de la represión de los instintos afloren al consciente. Sin embargo, un impulso desviado hacia un fin socialmente aceptado a veces traspasa los límites del subconsciente y entonces es cuando el hombre se convierte en monstruo. La sociedad es una olla a presión en la que cada burbuja que estalla representa una persona que se resquebraja.

La Naturaleza, río impetuoso al que hombre puede desviar su curso pero no disminuir su caudal, en su sabiduría infinita moldea a los hombres de tal forma que, para que la Belleza resplandezca mejor, reparte por igual hermosura y fealdad. Sin la fealdad no existiría la Belleza, y viceversa. Es un binomio inseparable, como la luz y la oscuridad. La cirugía plástica, pese a su empeño, no es más que un tosco buril en manos inexpertas que esculpe una estatua de diamante. La Belleza se reproduce gracias a tres clases de sujetos, privilegiados a su manera: los que la portan, los que la cantan y los que la catan. Sin la Belleza nunca habrían existido grandes obras de la humanidad como ‘Rojo y negro’, de Stendhal, o ‘Madame Bovary’, de Gustave Flaubert. La Belleza es mucho más que unos cánones; es lo que llena de poesía los corazones.

Por lo tanto, para mantener al hombre de arena alejado de nuestros sueños, demos gracias a la bendita sociedad por existir y a la Belleza por hacernos más agradable la vida, y disfrutemos entretanto de los contoneos de Beyoncé sin preguntarnos qué hay de malo en ello.

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Óscar Bartolomé

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